UN TERRITORIO QUE OFRECER

 


UN TERRITORIO QUE OFRECER

Alejandro Lorenzo

ALEVAL







HEBRA QUE SE DESHACE


a S.E. Avellano


Viajera que todavía equivocas el destino final de las travesías.  

Que soñabas con recopilar historias secretas, 

dentro del mismo vórtice de la sed, la carne 

y los huesos míos y de otros. 

Que pretendías crear un lenguaje cifrado para aquellos que nunca volverían a reír.

Si supieras que este hombre 

cuando escribe a media noche siempre espera 

a que derriben a patadas su puerta. 


He perdurado frente a una pared gastada y húmeda. 

En un pasillo que no conduce a ningún sitio.

El que escribe jamás pensó que la vida fuera eso, una pared, 

donde no hay barcos anclados, 

ni puertos que reciban a ilustres viajeros, 

ni jardines donde ir a reposar, 

ni agua sagrada que limpie todos los rencores.

Una pared y un interminable pasillo, solo eso.


Una pared puede ser cómplice de los secretos de un hombre,

pero no lo salva.


Quien buena parte de su vida ha buscado la verdad  

cuando cree haberla encontrado 

comienza a maldecir el tiempo que se rindió a la mentira.


Si fuera el arquitecto construiría una bóveda para que el viento  

no disperse la imagen que aún guardo de ti, 

y los rayos del sol del impecable verano 

no enciendan la blancura de tu piel.

Pero cualquier espacio para protegerte, nunca logre consumar. 

Mis bolsillos siempre han estado vacíos.

No sé poner ni si quiera un ladrillo en mi casa sitiada.

Soy la balandra que navega por el torrente de osamentas   

que expulsa la patria.  

No tengo palabras en los diccionarios para ofrecer.

Ni potros iluminados que cabalguen por las líneas de mi mano.


He sido la cabeza que nadie quería mostrar.  

La bestia que malgastó sus mejores días 

en busca de sexo y pereza. 

Quizás hasta llegué a ser uno de aquellos 

que arrancaban los dedos del prójimo convencido que eran espinas. 


Hurgo en los manuscritos para saber lo que ha quedado de mí.  

Reviso cada gesto, cada sonrisa. 

Trazo el mapa de las irreverencias por las cuales he sido condenado.

¿Dónde están las banderas prendidas a los pechos?

¿Dónde hallar aquellos rostros que tanto hicieron encanecer?


Añoro la tarde del encuentro. 

Una plaza, el muro con sus piedras que resistían a la ventisca.

Fotografiabas la fortaleza por donde resuenan 

las suplicas de los que no querían morir.

Justo en la última vértebra de esa ciudad 

que todavía se hunde sin darnos cuenta.

Fue nuestro día, quizás nuestro único día. 


En los malos sueños vislumbro los cuerpos 

poner rumbo hacia recónditos parajes.

Las manos atadas a otras ligaduras.

Registro los pasadizos en la memoria 

para encontrar al que se esforzó por hacerme creer 

que podíamos entrar en el palacio,  

y desde allí, empezar a entonar baladas incendiarias 

que hicieran demoler al que proclamaba ser eterno.

Espejismos, he vivido de malditos espejismos.

No volví a encontrar al conspirador 

y si estuvo frente a mí, no reconocí su rostro.


Sin darnos cuenta se desperdigó el saludo en la madrugada.

La cena frugal  mientras recitábamos los poemas 

de quien los escribía bajo constante asecho. 

Irremediablemente se rememora

 las noches tibias de un lejano campamento 

donde convivían un centenar de jóvenes que aspiraban a la redención.

El embalaje de los recuerdos pesa  

y un hombre se quebranta entre tantos laberintos, 

pero lo peor, es olvidar los días luminosos de nuestro pasado.


El cuerpo rendido sobre la blanca sábana se difumina 

pero ningún redentor lograra segar la primavera 

que hube de sembrar sobre tu pecho.

Los que enumeran los pasos 

acorralaron lo fecundo que llevaba.

En ese tiempo no traicioné 

al que vende flores por el apagado litoral.

Quise vivir sin capitular.

Aspiré a una casa tocada por las olas.

el teléfono descolgado 

para así no hablar con los demonios.

Puse cerrojos 

con el propósito de que los intrusos 

no perturbaran la hora en que dibujaba 

el fulgor que salía de tu vientre.


Dios guarda los besos que por primera vez nos dimos.

El sabe si fueron de amor, o si tú y yo 

éramos simulaciones.

El hace recordar que tenemos una deuda con el llanto, 

el tuyo, el mío, y el de los pueblos vencidos.

Dios, siempre Dios, en boca del que a veces duda de su existencia.

El pone sobre la mesa los juguetes en orden. 

Nos consagra una linterna que alumbre  

lo que habita en cada palabra que nunca se dijo. 

Para El todos somos héroes. 

Los que creyeron en los naranjales que nunca dieron frutos.

Los que anhelaron oír las coplas de John

y fueron baleados mas allá de sus tierras.

Si lograra definir a quien invoco,

anunciaría que se iguala a la suave mirada 

cuando descalza y libre de ropaje vagabas por aquella playa.


Uno se imagina que el ocaso nunca llegara.pero llega, puntual y atroz.

Uno se imagina que ninguna consigna nos podrá culpar 

por haber caminado bajo la lluvia, 

pero siempre hay alguien que nos culpa.

Creemos que el águila no arranca del pesebre al mesías, 

y por ahí va el que escribe salmos con la cabeza gacha.


En una fotografía contemplo los ojos de mi madre 

que se confunden con el brillo de los tuyos.

Toda amante puede ser la madre 

en el paraíso imaginario de cualquier hombre.

Por eso, quizás lo mejor sería creer que la vida sigue en armonía. 

Pensar que el falsificador no continúa seduciendo a las ancianas 

y el explorador de ciudades 

no queda derrotado ante los escombros 

de una ciudad que flotaba en sus sueños.

Evadirse, fugarse de las sombras,

aunque alguien desde los castillos

se dé a la tarea de recopilar

hasta los más pequeños detalles. 

Continuar dentro del templo

aunque todo definitivamente haya concluido, 

y el diablo con sus señuelos

se siente en un parque de diversiones  

a deslumbrar a los últimos inocentes.


Conservo el cristal que hizo creer que éramos poderosos. 

Aún distingo al amigo que pernocta en esas casas 

donde los moradores no lloran ni ríen 

sino que aguardan la salida a otra latitud que los redima. 


Quien se resigna a las despedidas nunca le aflora una sonrisa.


Espero con las ventanas abiertas

que entre el viento del bien 

que dicen los crédulos que aún existe.

Bajo la poca luz logran crecer los retoños 

que con el tiempo nos darán sombra.

La vida corre por una pista llena de vallas.

Y uno se vuelve un ciego

que no sabe a dónde irá a parar.

Hay un trazo en la esencia de los amantes 

que no desaparece. 

Renace, tropieza, se alza.


Qué dirán los hijos de las rutas que decidimos emprender.

Qué pensarán de las madrugadas

con la muchacha tatuada por la codicia.

Qué insulto hará el que aguarda en la sepultura 

la publicación de su mejor libro.

Hemos vividos en la marcha, hubo mucho que se apagó. 

El gotear de los años devora y nos convierte en otros.


Cuando estaba convencido

de que la mejor forma de sobrevivir 

era escribir y pintar,

día tras día, noche tras noche,

sin viajes a los rascacielos,

ni felices saludos desde las tribunas.

El gran celador decretó que eso no bastaba.  

Que las sombras talladas en el madero 

carecían de las apropiadas alabanzas,

que los versos finales instigaban a la rebelión.

Que mi vida, nuestra vida, 

podían lastimar la sublime imagen del soberano.

Y fue así que entramos en el juego

consistente en olvidar y sonreír,

sonreír y aplaudir,

olvidar y de nuevo aplaudir.

Aplaudir, aplaudir, como si nunca hubiéramos estado solos.

Como si creyéramos en una gran causa redentora.

Y así, en ese juego perverso, nos alejamos del  halo de luz 

que dotaron los ancestros a nuestra vidas  


Quien comprende aquellos tiempos 

sabe el disfraz que hubo que ostentar.

He lavado las manchas de mi pueblo una y mil veces

y a la memoria siguen adheridas. 

Heme aquí atrapado a otras trampas, 

donde es difícil suprimir

el movimiento ondulante del ahorcado 

que dejó en los bolsillos

un testamento para los hombres que no han nacido.


Nunca se logra olvidar a los que perdieron los mejores años 

entre mesas y cartas ministeriales.

Imposible haber caminado entre las cuerdas del ring 

sin derramar una gota de sangre.  

El golpe del puño duele 

y no se puede brindar una imagen serena

ni cruzar las grandes avenidas 

con un obediente sí en los labios.

Vi capitular la libertad con mucha alegría 

en la nación que me hizo hombre. 

Oí con fuerza 

el llanto de los que fueron obligados a guardar silencio.


Hay muertos que no se van, amor mío, 

aunque borren sus nombres de sus tumbas..


Siempre habrá una cicatriz detrás de una máscara.


El circo del horror vuelve a descorrer las cortinas.

Y hay un moribundo que aprieta sus maldiciones

para no ahuyentar la poca brisa que entra por la ventana.

Hay un hombre entristecido

que obligaron a no dar testimonio 

lo que provocaba su tristeza.


Todo llega a ser un espectáculo 

donde la muchacha que un día confesó sentirse sin protección

toma asiento en el trono de un anciano poderoso

para desde allí sentirse sin miedo

ni recuerdos que encadenen su rostro.

En esas pesadillas he conocido serviles criaturas

que beben y comen sobre los calcinados huesos.

Beben y comen en el banquete 

cuya mesa yace cercenada la cabeza de nuestra historia.


Perdona Señor,

el comportamiento ilusorio de sus amantes.

Perdona Señor,

las piscinas construidas con la carne del hijo amado.

Perdona Señor,

los autos blancos que persiguen

al que dibuja los campos libres de maldades.

Perdona Señor a todos,

pero has que no olvide.


Camino con los santos en busca del brebaje 

que impida enmascararnos. 

Riego en la parcela que me han dejado tener 

las pocas semillas que han quedado.


Tengo fe en un porvenir 

sin el hedor de los tiempos de la ofensa. 

Tengo fe que la pesadumbre se disperse 

cuando el canario enaltezca su trino

 y se haga libre como soñábamos que fuera. 

Tengo fe en el amor a tus ojos 

cuando la noche estuvo a punto de ahogarnos. 

Tengo fe en la tempestad que se aleja 

y no hay atisbo de que los pocos versos se agrieten. 


Quiero ser un hombre del presente, 

no cifra de delirantes titulares. 

Quiero encontrar en cada sitio  

la última gota que pone la lluvia 

y la hace océano para navegar

sin continuar prisionero de la mala suerte.

 








PERGAMINOS


I

El hombre cruz, cuya boca es un manantial de perdones, 
sabe el disfraz que hay que ponerse en esta época 
de bombas y estandartes.
Con la barba amarillenta y sandalias desvencijadas, 
se sienta conmigo a tomar café 
en una fonda que hiede a grasa quemada.
Luego, en silenciosa marcha 
nos encaminamos a la vieja ceiba, 
hacemos la ronda en busca de la compasión  
que a toda costa hay que recobrar, 
para bien de los hombres, y para bien de mi mismo.

Hay gente que lo distingue, 
y le pide con insolencia un traje de novia, 
la carpa de un circo, 
caballos de sangre plateada que asciendan ligeros hacia la cima.  
Y cuando el hombre cruz, 
pálido como la cera derretida, nada puede ofrecer, 
la gente enfurecida se pregunta: 
¿Quién es ese que dice ser hijo del Supremo 
y vende limones en las esquinas de los arrabales 
y lo persigue una jauría que lame las llagas en sus tobillos?

Y el hombre cruz poco antes de partir,  confiesa:
Quien no ostenta milagros posee el prodigio de crearlos.



II

No solloces dentro de los cuartos que se hunden. 
No permitas que el polvo te secuestre.
Eres un hombre sojuzgado que resuena 
en el documento que lleva en sus manos 
el custodio de las más apreciadas ilusiones.
Pero todavía puedes levantarte, todavía puedes gritar 
como si nunca lo hubiera hecho.

De nada vale aplaudir, ni aparentar demencia, 
lo que mereces esta consumado 
desde el mismo instante en que naciste. 
No hay vuelta atrás. 
Aprecia la torcida ruta por la que hay que andar. 
Disfruta del breve día asignado, 
envuélvete a la espuma 
que trae el oleaje de mares distantes cuyo significado 
se te será otorgado cuando dudes de su existencia. 

Hay que bendecir la hortaliza que subsiste  
entre tanta tierra infecunda. 
Siempre habrá una viajera que convoque a bailar 
ceñido a su ardiente torso. 
Y si ella no existe, invéntala en tus canciones con palabras de seda 
porque para eso se te otorgo la condición de errante juglar.
 


III

Un hombre anda y muestra a otros la urna del pasado.
 El peso de la reliquia lacera su espalda, 
pero tal dolor carece de trascendencia.
Su aspiración consiste en que prevalezca  
lo que dejo de existir hace mucho tiempo.
En su trayectoria la lágrima de antiguas contiendas 
pretende sustituir el llanto que ahora  prevalece entre los hombres.

Afán de culpar para no incriminarse. 
Necesidad de proclamar que hubo luz 
y nunca reconocer las sombras que por mucho tiempo se impusieron.

Derribad ese inútil monumento que portas con tanto ahínco. Reclama el hijo.
Para que hoy contemplemos con claridad
la quimera de un bosque  
que a veces hace despertar la pasión de seguir con vida. 

Pero el hombre no escucha al hijo, ni al viento, 
ni al estruendo de los balcones que caen después de cada tormenta. 
Su persistencia encarna a esos pueblos sin reconciliación 
que propagan estanques preñados de odio.

Hay otra escena quizás esperanzadora. 
La obstinación por instaurar un mundo que ya no existe, se desvanece.
El hombre queda sepultado dentro de la fosa que hubo de excavar. 
De allí nadie lo sacara.
Ni un pájaro querrá silbarle por mucho grano 
que hubo de esparcir sobre la tierra.
Ni una muchacha se desnudará 
por temor a que le atribuya pasadas deshonras. 

Nadie lo sacará. 

Y habrá paz entre los insepultos 
que esperaron el fin de tanto trasiego con lo que fue.
Y habrá dicha en aquellos que le cantaron al presente 
y nunca fueron escuchados.



IV


A Nicolás H. Lara, poeta y pintor.

Tal vez algo concluye para alcanzar la fortuna de haber vivido. 
Uno resiente la perdida de lo que ama 
cuando reconoce el valor que han tenido otros amores. 

Uno imagina que es posible postrarse sin rencores
en lo que ha quedado de uno mismo.

Gracias al de cursar del tiempo 
se comienza a forjar un recuento 
de lo que se ha dejado atrás. 

Se abren las cartas no leídas, 
se perdonan las ofensas 
que pensábamos que nos mataban.

Ante el embate de la tormenta el viejo árbol resiste 
cuando flexibles se vuelven sus ramas.
No hay que preocuparse.
Dejad el inventario a los que vendrán.
La garza en el vuelo final
no recuerda el nido que abandonó en la inhóspita colina.










V

A Giddelis y Ramses, mis hijos.


Ramas que nacen del mismo tronco. 
Sembrado para que en el porvenir 
no se convirtieran en carnicero del alma.

En la lejanía los vi crecer, 
y os aseguro 
que detrás de las cercas 
en un soplo se van los años.

Los mensajes llegaban tardíos en aquel territorio 
donde alabanzas y maldiciones se gritan en otra lengua.

Una sonrisa nunca será plena dentro de un sobre sellado.

Poco faltó para perderlos en aquella huida.
La libertad tuvo más fuerza que permanecer amándolos.
Y no les pude cumplir la promesa de cambiar el mundo.
Hubo tantas patrias, que al final ninguna fue verdadera.
Afortunados ustedes que no donaron sus manos 
para construir la tribuna que se debía reverenciar.

Al menos preservaron el canto al que lleva a cuesta un planeta roto.

Bendecidos en esta concurrencia
que los caprichos del Eterno han propiciado.
Dichoso estoy por la grandeza de quienes abren sus brazos 
al que retorna con resplandores que sin darse cuenta se van apagando.



VI


A Fermín, mi padre
A veces las desavenencias se saldan 
en las despedidas y no en los encuentros.
En la sucesión de los días uno conoce 
quien te da vida y quien atentó contra ella.
Y mi padre no hizo ni lo uno, ni lo otro.

Con sequedad y cortas conversaciones aprendimos a convivir.
Nuestras vidas fueron láminas diferentes dentro de un mismo libro. 

Unos empleados del hospital donde estaba internado
aprovecharon la soledad de una tarde lluviosa 
y le arrancaron el anillo conyugal. 
Con la joya, compraron espejuelos oscuros, 
una camiseta con la cabeza de una enorme rata 
y ropa interior para sus ávidas mujeres. 

Traté de explicarle que el pueblo que tanto reverenciaba, se había envilecido.  
Que las columnas se agrietaron, 
y un gotear de cal y piedra ha caído sobre el portal. 
La limadura blanquecina ha cubierto el sillón 
donde al atardecer solía sentarse a librar una tenaz contienda 
contra la amnesia que a todos nos ha contagiado.   

En un atardecer del 88 
con los brazos abiertos 
como si recibiera la consagración 
que lo convertiría en polvo,  
dio el salto hacia el Enigma.
Lo hizo sin avisar, con ese silencio del labrador 
cuando se deslumbra frente a los altos edificios.



VII

He vuelto a ser el niño con camisa de hilo 
que salta para no pisar los charcos sucios que pone el destino.
No he sido alumno ejemplar, ni buen padre. 
Considerado por contemporáneos, 
vagabundo intemporal, rastrero,  
que no aprendió el manual de las buenas costumbres, 
porque en el fondo hubo en mi rebelión y locura. 
Y mujeres detenidas en las dársenas 
desechas por mis actos. 

Hubo gente que pidió a gritos que me colgaran 
en la primera, segunda o cualquier farola. 
Y ancianas encerradas en los sótanos de edificios de ladrillos rojos 
que aplaudieron cuando perdí la condición de ser buen ciudadano.

Sin embargo, hay quien indulta mis faltas. 
Quizás por que sabe que he resucitado dentro de la rústica caja de agua, 
ahora vacía, en donde como cómplices de un silencio impuesto por decretos,
leíamos a escondidas la poesía hereje de los maestros que ya no están.
Perdona, porque somos sobrevivientes 
de lo que pasó y de lo que imaginamos hubo de haber pasado. 

Sabe que los caídos en la contienda yacen en las profundidades, 
que la ferocidad de aquella tropa fue remar, remar sin descanso
en la salvaje búsqueda de un paraíso que nunca existió.



VIII

Al memorable poeta Heberto Padilla

Contra humo y ceniza, amigo. 
Que no reduzcan nuestras vidas a eso. 

Tratemos que el olvido no nos venza,  
que la mesa en desorden  
no impida escribir sobre el paraje 
donde se depositan las mejores ilusiones.

Llega el verano y demasiado resplandor embarga mirar de frente
 a las esbeltas muchachas que nada saben de ti, 
pero que con seguridad te hubieran amado.

Si conocieras a la que inspira mi atardecer, 
mandarías a una escuadra de poetas rusos  
que dispararan contra esta repentina locura.

Así a veces somos, tercos, pretenciosos. 
Nos tambaleamos, estamos a punto de cerrar los parpados, 
y a pesar de esto, creemos con inusual vehemencia 
en el nuevo rostro que se acerca.

Que no te rompan la alianza, que no te impidan cenar 
con la loba solitaria en el radiante huerto. 
Ya bastante nos han encausado, asustados hemos ido por el mundo…



IX

Hay palabras que regresan cuyo significado 
retuercen lo que nos queda de vida.
Una de ellas, el Porvenir.

Ya estamos en el Porvenir. 
Ni luminoso y sin la heroicidad que marcaron las consignas.  

Empeñamos el presente por un futuro que finalmente nos dejó desnudos.

¿Qué fue esa palabra para el hombre 
que le prohibieron enterrar a sus muertos?

¿Qué significado encierra al muchacho de boina y sandalias 
que en una madrugada su lengua la clavaron al muro 
únicamente por soltar frente a un mausoleo una carcajada?

¿Qué atroz precio posee a quienes sus manos fueron retenidas
para que no volvieran acariciar un verso por decreto peligroso?
Uno de esos que ya ningún poeta escribe, 
pero todavía desembarcan a media noche y con sobresaltos nos despiertan.



X

La hierba crece y no deja ver con claridad al bosque. 
El oleaje impide contemplar la transparencia 
por donde se deslizan los peces.
Luego, el mar se retira para efectuar la cadencia de un ciclo.

Alguien afirma que son movimientos del Amor cuando cobra plenitud. 

¿Acaso la cercanía de los cuerpos 
logra quebrar el equilibrio de la naturaleza? 
¿Tanto ímpetu posee la fuga de los que se entregan 
sin saber las consecuencias?  

El instinto trasiega con un reloj sin agujas 
por donde se desvanece la razón. 



XI

El mundo sabe que no hay mayor posesión 
que la que se escurre en los ojos y las manos de un poeta.

El mundo sabe que el dios más deseable 
reside en la carne y en el soplo que la anima.

El mundo sabe que la cotidianidad 
es una prolongada épica oculta en el silencio.

El mundo sabe que el discurrir del tiempo  
hace crecer al roble que unas manos  
lo harán puertas, arcos y puentes por donde cruzar. 

Hay una verdad posible en una taza de té que prolonga un encuentro. 

Hay una espiga en el vientre que nunca se extravía, 
sale a la luz y con suerte crece en la humedad de la tierra.










XII

Volvieron a entrelazarse 
con la misma intensidad del primer día. 
Ahora cada cual a su manera 
en la forja de una transparencia que complete la historia. 

Sabían hasta donde podían llegar, 
y hasta donde habían llegado. 

Conversaron finalmente de lo inevitable, 
casi rendidos ante la inmensidad de sus actos. 

Era un viaje fuera del territorio 
de los que se creen los ojos resplandecientes de ciertos dioses.  

Hay simpleza dentro del caldero cuya utilidad es saber 
que están vivos porque los quema. 

Descubrieron que el silencio conduce a otro  
que luego se quebranta.   

Escucharse y presentir que todavía se alcanza 
a ser poseedores de alguna luz. 

No todo es turbio, ni errático.  

La leña chamuscada dispensa una sabia referencia
para no repetir los fuegos que devastan a los campos.






XIII

No te ofrecí una alianza que llevaras con orgullo en el dedo, 
pero sí la sombra de un árbol 
que aún subsiste en la memoria.

No te di el cofre esmaltado donde guardar el aroma, 
pero sí las márgenes de un río
donde vislumbraste la luminosidad de las aguas
cuando bordeaba nuestros cuerpos. 

Cuán desnudo hemos sido 
y que linaje adquirió aquella desnudez.

Ahora emerges y evocas esas noches 
cuando caminábamos en la búsqueda 
de un rincón donde encomendar nuestro pobre amor. 

Los pies en el charco, la luna sobre los hombros, la bolsa vacía 
y un manojo de humedad que todavía retienen los muros.
 
Regresas y regreso, esa es, y será la única ceremonia. 

Una tarde adquirió exactitud, ¿recuerdas? simple y breve tarde. 
Juntos en aquella plaza, entrelazados nuestros brazos, 
próximos a devorarnos, casi al borde de ser piedras,
mirando en silencio los radiantes buques que lentos zarpaban.



XIV


Verdad que no se puede llamar virtud, el matar a los conciudadanos,
el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión,
con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria.
Del tratado El Príncipe, Nicolás Maquiavelo.


Cuando las garras del poderoso veda la libertad,
surge entre los súbditos un hábito por la simulación.

En un dominio donde la culpa 
es la única forma de subsistencia,
hasta las cartas que convocan renovación 
escritas por el más fiel de los ministros, son inútiles. 

Muy pocos quedan íntegros, 
cuando se coloca a un hombre sobre un pedestal.
En ocasiones hasta los abyectos no saben qué hacer
con el preceptor de sus destinos.

Un día lo abandonan a la intemperie
para que lo cubra la limadura que desagua la ventisca, 
pero vuelve a levantarse con implacable revancha.
Otros, se atreven a cercenar su lengua, 
confiados en silenciar sus interminables discursos.
Pero desde la abismal concavidad donde ha sido confinado 
resurge imprevisible con atronadora voz. 

Qué vamos hacer con esos ojos 
que no dejan de mirarnos y aparentan que no miran. 
Qué vamos hacer para que no nos condene 
por cada desliz o vacilación cometida. 

La Muerte salva sin complicidades. 
Aguarda imperturbable la hora de llevarse 
a quien impide que fluya la vida. 

En un soplo concluye un ciclo desde hace mucho tiempo esperado.
La viga cede, la efigie temida cae y se funde en el lodazal de la historia.

Y el afortunado que no vivió bajo la zozobra del azote y la mascarada,     
quizás adquiera para siempre una sonrisa que ilumine su rostro.



XV

Al poeta Carlos A. Díaz Barrios

Hemos arribado tarde a la otra orilla, 

y una nueva bestia ha esperado nuestra llegada.

Volvimos a nacer, cuando la mayoría
no quería que hubiéramos nacido.
El débil y el fuerte, tú y yo, no sabemos afrontar 
la opulencia de este anhelado reino.
Ahorcados estamos en el colosal bullicio 
que, de tan grande, enmudece.

Nos preguntamos la razón de los pueblos
donde todavía apalean a las muchachas
cuando pintan de carmín sus labios.
Nos preguntamos, una y mil veces sin extraer la respuesta 
que nos devuelva la anhelada belleza por la vida.

¿Entonces qué ha quedado de lo que acarreábamos en esta travesía?
¿Valió la pena conferir nuestras manos a otra obstinación?
Si detener la marcha conlleva infortunios.
¿Prorrogarla hacia dónde nos conduce?

Ningún conjuro vuelve a poner en su sitio lo que aconteció.

Al extraviar el verso se tendrá que escribir otro 
aunque la propia sombra sea quien lo lea. 

Un hombre que abandonó su casa,  
le queda custodiar la barca que lo trajo  
y restaurar con sus manos lo poco que aún le pertenece.



XVI

¿Qué vamos a decir, a quién vamos a culpar? 
Vivíamos atrincherados bajo una amenaza 
que no llegó a cumplirse.

Nunca dormimos dentro de un cráter. 
Ni bajo la letanía ensordecedora de los cañones. 
Distantes hemos estado de las llamas que arrasan.

Debimos sepultar los mejores años 
sosteniendo la pancarta del heroísmo 
que se deshizo de tanto reescribirla.

Aplaudimos a los imperios que nos estrangulaban.
Defalcamos a otros que pretendía vernos crecer.

En la conciencia pesa el fraude
de un gratuito replicar de campanas 
que celebraban la derrota de un adversario que nunca presentó  batalla.

Al permitir la existencia de la alambrada que nos dividía  
perdimos la infalible ruta que nos haría trascender. 



XVII

Pronto vendrán las fieras a imponer silencio.
Los peores hambrientos no son los que piden comida
sino aquellos que te arrebatan el alma, 
y si no está atento, la devoran.


Guarda al potro que nunca viste 
pero su trote te ha despertado.
Ahuyenta el deseo de no seguir con vida 
porque en cualquier recodo hallaras quien te la devolverá.

La bienaventuranza no es un oprobio mientras cabalgue en tus sueños.

Aunque las piernas se revienten por el peregrinaje
siempre habrá un palmo de tierra donde descansar. 

Hay cabida para los que han sido vapuleados. 

No detengas la marcha, 
imita al corcel enredado a los muros de espinas, puede que sangre, 
puede que escupa desaliento de todo lo que acontece  
en su indomable empeño por recobrar
los territorios que creía haber perdido..











XVIII

Dejad que el caos sea la gota 
que al multiplicarse origine los mares.

Dejad que del jardín anegado nazca la figura
con un seno que nutra
y otro que se haga tibio
cuando los dedos lo rocen.

Redime el cuerpo que será abono
para que en la fermentación emerja la otra carne
que luego será devorada.

En las sucesiones y las rupturas se establece
la higuera que enreda y hace suya al Universo.

La demencia del hombre consiste en escrutar
las finalidades por la cual el resplandor nos hizo.

Ante la inmensidad, es preferible desistir a las preguntas.
Vivir y acariciar la hierba, desnudarse y ser pez y agua.
Soñar sin desvelar la razón de los sueños.



XX

Dejad la faena, dejad de remar.
Siempre hubo una justa cabeza cercenada
sobre la mesa de los poderosos
Y un índice que apuntaba hacia la mancha del otro.

El que acusa lo deslumbra
la serenidad del hombre 
que presiente que no volverá a respirar.

Estuvimos condenados sin saber la condena.
Por esos desatinos, hundo el rostro hacia la anchura de mi amante
para imaginar que sin sobresaltos 
vuelvo habitar en el cinturón de los mares.

Pronto encanecerá el sembrado.
Inevitable el ocaso se acerca.
Dejad la faena. Dejad de remar.

Túmbate en la planicie. Aprovecha lo inevitable
que viene sin saber de dónde viene.
 
Para descubrir el pecado, es necesario besar 
los dedos en la mano de quien lo perpetró.

Hubo escisiones, 
también la aguja que recompuso la carne 
y un afilado sable que se hundió en el pecho
para que no olvidáramos lo precarios que fuimos.










XXI


Al amigo Noel Cabrera por las advertencias


Desnudo vagamos por la tierra y desnudos salimos.

Al esperar lo nuevo se establece el tejido que envuelve al misterio.
Al despedirnos del que retornará con otra voz y otro cuerpo,
profesamos el inequívoco curso de la vida.

Juego de almas, si es que existe el alma.
Juego de vanidades, si creemos alcanzar 
la última materia de lo imperecedero.

Somos alabardas del molino, disfrutemos entonces del viento.
Somos la gota que fecunda lo que habita en el receptáculo, 
abracémonos mientras perdure la llama de nuestros cuerpos.

La imperfección radica en derrochar la brevedad en esta travesía.
Malgastarnos en balanzas y preceptos.

Todo pasa, amigo mío, menos la montaña.
Pretendemos medir el polvo 
sin presagiar que somos menos que eso.







XXII


Acércate,
¿dime cómo fueron las últimas noches en la ínsula?
Declara ante el templo que todo hombre lleva
a cuántos amigos perdiste 
y cuales ahora son irreconocibles. 

Acércate, porque hay palabras 
que deben ser dichas en tono bajo, 

como si se le hablara a un padre ya anciano 
y henchido de malos presagios. 

Acércate, quiero ver tus ojos, 
que son también los míos 
y los de nuestros muertos. 
Que tu boca roce mi oreja,

para que lo que digas no se disipe
 
y raudo entre en mí,  

como quien sigiloso transita 
por ese riachuelo que divide la vida.












XXIII

Soy madero. Uno mas que se asoma en la noche. 
En las ramas cuelgan en oscilante ocio 
las frutas que caen y se fermentan. 
Hondo en la corteza habita el bálsamo 
que sana la piel  y restablece el vigor de amarte. 
Quien me iguale lo sacudirá el viento. 
Sabrá de inclinación y ruptura. 
Querrá ser fuego que no queme . 
Bestia, dios, hoguera de espigas. 

Contempla los pájaros picotear hasta crear un surtidor de aserrín 
que al amanecer estiban caravanas de hormigas. 

Soy madero y a todos sin distinción resguardo. 
Luz que verdea cuando los amantes se tumban en lo profundo del bosque. 
Soy el madero de cuya cabellera hacen los hombres cruces y afiladas estacas.
Ámame mientras dure la belleza visible de mi sombra. 
Talla tu sexo en mis raíces.
 Abraza el puente cuyos cimientos atañen 
a los talados troncos que a veces sangran. 
Mira desde un tren en marcha el verdor de cuyos arcos 
se enarbola la quietud que nos hace vivir. 
Aguarda la lenta ascensión porque en esa inevitable ruta haré una pausa 
tocare con dóciles golpes los ventanales del aposento 
para confesarte una vez mas mi postergado amor.








XXIV

He caminado errante y confidencial,
por llanuras donde el ramo carmín
fue abandonado entre las cenizas.

Marche por ciudades inhóspitas
donde el búho posado en la aurora
no era un depredador, sino visión exacta 
en los arcanos pavores del centinela.

Qué se puede hacer si ya muy poco nos pertenece.

El prelado en el pulpito instiga a rezar
para que la columna del odio no nos devore.
Un mercader agazapado en la esquina,
venderá oscuros lentes donde ocultar la vergüenza 
 de comportarnos a perpetuidad como arrogantes dioses.
Todos harán algo antes que surjan los profetizados  jinetes.

Imposible resarcir la complicidad 
con la creación de un frívolo espectáculo. 
Las manchas del pasado no son sábanas  
que se secan bajo el radiante sol del verano.









XXV

Que no me dejen solo en medio de la muchedumbre 
que se concentra en la plaza.
Que no me quiten el puñal que a su tiempo abrirá mi cuello.
Cualquier especulación con mi destino final
es contradecir los caprichosos juegos de Dios.

Le temo a los que con tambores anuncian que irán a salvarme.

Cuidado con las serpientes que se deslizan 
 por las mentes de quienes las invocan.

Que no me abandonen frente a los puertos cerrados 
en el inevitable maleficio de las guerras que se avecinan.

Comprenderme, soy un abatido escriba
que ha perdido la memoria de tanto glorificar 
la indispensable lucha contra el olvido.

No tengo grandes pasiones,
apenas recuerdo la noche a quien seduje casi desnudo 
en una gélida glorieta de un parque.








XXVI

Cuando la esperanza se anida en la evasión, 
y la existencia se quebranta por el hábito de la mentira, 
ninguno de nosotros será salvado.

Sabían la ira de los labradores 
cuando sin compasión incineraban los campos.
Mataron de mil maneras al que llevaba entre sus brazos 
el bolso invisible de la compasión.
Rompieron con terquedad el fluir del agua 
que demanda la tierra para la ascensión de los árboles.
Los terraplenes sepultaron al mar,
y ahora el manto coralino 
donde buscan refugio los peces ha quedado estéril.

Demasiado tarde para el arrepentimiento.

El que sostiene la lista de culpables puede que también lo sea.
Y quizás tampoco será salvado. 

Nuestro planeta se desmorona como trozo de pan a la intemperie. 
En este estado de cosas hay quienes solicitan un poema 
que enfrente y derrote tanta demencia. 

¿Habrá algún asalariado que lo escriba sin que le tiemble la mano?
¿Será posible un texto que mitigue la maldad acaecida, 
un texto baladí, sin trampas, ajeno a las masacres,  
que navegue sin atracar en esos puertos aferrados a una lágrima? 



XXVI

A menudo pensé inscribirme a sus pechos.

Eso fue antes de conocer sus pechos, 

eso fue antes de conocer sus manos 

y mucho antes de entrar a su boca 
o vagar mudo en la frondosidad 
por donde corre el agua
y retumban como bronces sus gemidos.

A menudo suponía que existía esa mujer
que caminaba descalza sobre la hierba 
y llegué a confundirla con una piedra que cae de otra 

y creí que aquellos ojos eran sábanas apacibles 
que despliega el mar 
cuando en invierno 
buscabaa los que ya no podían tripular la nave.

Antes de conocerla.
 
La Vida, mi vida, era confusa y cruel,

ahora que me aproximo a lo que sabía que iba a encontrar,

la vida, mi vida, sigue confusa y cruel,  

pero con el vientre suyo frente a mis ojos
que desvanece al menos por algún tiempo
esas confusas y amargas visiones.


XXVII

Búscala en lo que abandonaste 
y en lo que ahora has heredado de otros brazos.

No te detengas,
la barca espera hasta que decidas cruzar hacia la otra orilla.

Ponte alegre cuando llega y diga que eres interminable 
y la dejas habituada al canto que se forja en secreto.  

Invítala a que escuche la respiración 
de las otras huellas que creíste haber perdido. 

Mírala en la otra vida, incluso en el lecho del otro.  

En ocasiones, la forzosa rutina que sin misericordia 
el destino nos impone, se ilumina 
tan solo al cortar una cebolla. 

Anímate cuando en el patio juega con los hijos 
a ser árbol, semilla, o pez. 
No tales antes de tiempo al madero, 
no te precipites en la vehemencia. 
No hay nada que puedas perder  
porque casi todo lo has perdido.



XXVIII

No sé si te ocurre, pero en ciertas noches 
cuando irrumpe en la casa el silencio,
me excita pensar cuanto la amábamos.

La mirada serena, el aroma a castaño 
que germinaba en la cima del vientre. 

El dedo deslizándose hacia lo alto del pecho. 
Obsequio múltiple que vino de la costa, 
que llegó de otra época,
cuando los jóvenes se alegraban 
tan sólo formar un coro en torno a una fogata, 
cuyos destellos nos quemaban 
como si vinieran de las entrañas de un innombrable Dios.   

Tibias eran sus piernas, 
negras las trenzas que se hundían en el pasto 
donde el ganado solía correr.
Labio que bebía del otro,  
sudor que anegaba las sabanas picoteada por el verano. 

Fue casi al amanecer cuando el sable nos separó.   
Desde entonces ninguno volvió a estar tan cerca.

Evocarla, es retomar el esplendor de aquellos trovadores 
que todavía le cantan a esa ciudad nuestra 
para que nunca pase al olvido.



XXIX

Has tardado,   
y creció detrás del muro un frondoso árbol.

Esperé, y la brisa de los inviernos que transitaron,
proveyó suficiente paciencia 
para que el sortilegio que creía vencido 
tramara al gentil animal que ahora soy.  

Has tardado, y en esta prolongada pausa
creí que nunca llegarías,
o que cuando estuvieras presente ya no te perteneciera.

Confundí los sitios y a la gente,
troqué el cuerpo del bien, con el del mal.
Así me hice viejo, frágil y estorbo de mí.

He visto la fugacidad, y lo que se eterniza
tan sólo para poner en orden 
cada palabra que diga cuanto amé 
y a cuantos amores por ti hube de renunciar. 




XXX

Las he visto en los cuatro puntos cardinales, 
paradas en atención como si esperaran la llegada de un caudillo. 
He hablado con ellas sobre el reloj 
que mide las quimeras de algunos hombres 
cansados de amar y ser traicionados por haber amado. 

He hurgado con pasión sus imperceptibles rincones 
cuando se presiente que mañana será el último día. 
Las observé detenidamente frente a monumentos 
y jardines colosales, de todas las edades. 
Ardientes morenas que emergen de los palmares. 
Nórdicas impregnadas al olor del tigre blanco que las añora. 
Las de cuyos labios son como rosas rendidas a un ensueño. 
Las que sus torsos arden
y saltan a las limusinas que parecen sarcófagos. 

Conversé con sus hijos en tabernas que cierran al amanecer.
Humo y naipes. El regocijo de no hacer nada. 
He tomado café con los protectores, que querían convencerme 
que en los arrabales que nunca aparecen en los mapas 
caminan las únicas que muestran espléndidos atuendos y se conmueven 
por la desgraciada vida de los perros y las de ciertos poetas.

Sin embargo, no hay otra como aquella cuyo rostro no logro borrar. 
Nadie me la presento. Supe de ella por el olor a uva quemada. 
El rasgado de sus ojos, 
la compasión frente a quien muy poco le podía ofrecer.

La distancia y el tiempo hacen sublimes los recuerdos de aquellos encuentros. 
Se borran las manchas. Se vuelven nobles
 las horas perdidas en la desmesurada lujuria.  
La recuerdo. Siempre la recuerdo, como un suspiro que apenas se siente.
Delicada como cúpula flamante de una iglesia.
Bebíamos sangre de toro
y sentados sobre el rojo tejar 
adivinábamos como serian las casas en la otra orilla 
Las piernas amarradas a la luna. 
Su cuerpo a mi lado como quien busca refugio.
Y más abajo, incomparablemente tibio 
aquel anillo donde solía ofrendar mis canciones. 



XXXI
A veces grito en un rapto de rebeldía:
Que desfilen las meretrices por las colosales avenidas.
Que muestren los pechos calados por el sudor y el ultraje.
No importa que los venerables desde la tribuna se sonrojen
y dicten a sus guardias que saquen los sables
y les tapen los ojos a los niños 
para que no distingan a sus madres marchar 
junto a ese exuberante ejército.

Ellas son la patria, el himno y las estatuas,
cada arruga, cada marca en la carne
valen más que cien constituciones.
Eso lo saben los guerreros 
al arribar cabizbajos a sus casas vacías.
Eso lo saben los mercaderes en el atardecer
cuando nadie acude a sus tiendas.

Dejad que transiten.
Que duerman sobre los mármoles
y se confundan con las que nunca han sido tocadas.
Ojalá que el palacio del que se cree soberano se vuelva un burdel
para que los ciudadanos recobren la sonrisa.
Que todos hagan el sexo y ellas los devoren
y el caos sea visible para que las faltas del hombre
no tenga un doble rostro.

Que caminen con guantes de terciopelo 
y empiecen a estrangular a los ingratos amantes.
Que vayan juntas las que no pueden mantener a sus hijos
con las que alegres beben el buen vino asomadas a los balcones.



XXXII

No importa el tiempo. 
La semilla oculta bajo la calcinada tierra, nunca muere. 
Circula por las venas de los hombres que la hicieron suya, 
se multiplica en el albor que imaginábamos se había perdido.  

Los que una vez creyeron 
encontrar la paz necesaria, 
 retornaron a la costa donde esperaban el regreso del juguete divino.
Confiados estaban los que creían necesario limpiar hojarascas y espinas
para volver a jugar descalzos en el ancho parque.
Prometían cuidar que no hubiera desamparo 
Prometían una plaza sin los horrores engendrados en el silencio. 

Arribaron desde los confines los que ya no creían 
en los caudillos recubiertos por inservibles medallas. 
Los hostiles a los que hacen de la existencia una caja de caudales.
Viejos y jóvenes.
Meretrices, guerreros derrotados, desamparados de todas las épocas.
Magnates que arrojaron las riquezas al abismo 
arrepentidos de la pobreza de sus almas.

Luchar, luchar, replicaban,
contra el autómata que mata la identidad de los sabios 
tan sólo porque alguien desde la penumbra 
incita a que prevalezcan sus caprichos.
Posesos del alba, posesos del leve resplandor 
que se filtra entre las nubes 
cuando se agolpa en torno a la tormenta que se avecina.
Amenazados por tanques y puñales, 
apaleados por los cadetes que han nacido sin conciencia de sus actos.
Quizás será la última señal. Decían. Quizás sea la definitiva.
Y en ese día, imaginaban sentir la lluvia de vida caer sobre sus cuerpos, 
que estarían junto al valiente sauce  
que toma asiento en el vórtice del huracán 
para encontrar la anhelada  Eternidad.



XXXIII

Las estrellas son iguales en cualquier parte. 
Seguirán con imperturbable silencio 
envueltas en el mantel que entretejen las nubes. 

Intranscendente es cruzar
en carros descapotados por elegantes avenidas.
Las pretensiones de convertirnos en todopoderosos, 
no cambia el itinerario de las grullas 
cuando por natural instinto
 construyen sus nidos en inhóspitas colinas.

Ah qué pena de aquellos que se dejaron arrebatar su tierra
y ahora aspiran hacer lo mismo con la de los pueblos vecinos.

Quienes con trivial júbilo celebran la muerte de aquel que con sus actos
 impidió las ilusiones mas preciadas de un pueblo,   
no alcanzan a comprender el repetido ciclo de la historia.
Vendrán otros déspotas con máscaras complacientes 
que no tardaran en poner el dogal y la mordaza.
Nunca en las manos de los  tiranos,
hay ramos de flores sin afiladas y envenenadas espinas.

No escuchamos, nunca escuchamos, 
apartamos al emisario cuando advertía del maleficio que se avecinaba.
Y ahora atormenta extraviarse lejos de donde nacimos y pensábamos 
que algún día íbamos con sosiego a descansar para siempre.



XXXV

Las damas conversan en el salón. 
Hablan de la hoja que se arrastra por la brisa de un sorpresivo otoño. 
De la voz del ahogado que no dijo cuanto amaba el mar que lo hundía.
De las copas que vibran al chocar cuando se bebe el amargo vino de los pobres. 
Lo esencial es hablar, no importa que los otros 
no las escuchen y queden en silencio.

Lo que ignoran aquellas Damas, 
que El Diablo portaba en sus manos una Oz 
con la cual cercenaba los cuellos de los nobles.
Dios, por su parte, sostenía un martillo con el cual 
machacaba las cabezas de los que se rebelaban 
de su implacable y eterna presencia. 

La bandera de la Oz y el Martillo se hizo temida y despreciable, 
incluso, para aquellos que ufanos las mostraban en sus pechos. 

Lo que no saben esas Damas que conversan en el salón,
que hubo un estado de confusión donde todo se trastocó.
Las divinidades ya no eran las que se vivificaron. 
El pastor dejó de velar al rebaño y en los bares 
se lamentaba no tener suficiente lana para abrigar a sus hijos.
El arquero tensó gotas de su llanto 
y demostraba a quienes lo admiran, 
que con lágrimas nunca se puede derribar a un jaguar.



XXXVI

Una vez vi a un grupo de estudiantes apedrear a un profesor. 
El hombre en el suelo los miraba como si aquello  
que perpetuaban aquellos estudiantes no fuera cierto. 
Luego clavó sus ojos a la estatua de un prócer 
que parecía indicar con el brazo señalando el horizonte  
lo inquietante incierto que puede ser el futuro. 
Nada pude hacer por aquel indefenso que se desangraba.
Miedo, instinto, no lo sé. 

En otra ocasión, desde el vagón de un tren 
que había detenido la marcha en una estación, 
contemplé a unos soldados 
aplastar con sus botas la cabeza de un hombre. 
Los turistas con sus cámaras tiraban fotos como si captaran 
el verdor de una apacible campiña. 
Mientras algunos muchachos asomados 
desde las ventanas del vagón, gritaban: 
Aplasten a la rata, aplástenla hasta que sangre. 
Igual que otros pasajeros, viré la cara para no ver la escena.
Miedo, instinto, no lo sé.

Ha pasado mucho tiempo de aquellos acontecimientos. 
Hoy habito en una casa frente al mar 
y descanso en una cómoda poltrona 
A veces contemplo a mi mujer tomar el sol en la terraza 
donde oye la banal canción de un trovador. 
En muchas ocasiones le he digo 
que la rutina de una confortable existencia 
puede hacernos cómplices de la barbarie que prevalece 
entre mucha gente de ciertos pueblos.
Pero ella no entiende de que hablo, me mira sorprendida. 
Piensa que he perdido la razón, no la reprocho.
Dada su reacción, me refugio en placenteros ensueños 
que alivian en algo mi permanente soledad. 
Viene a mi, el fugaz esplendor de una garza 
que revolotea en los bordes de la rústica caja del agua.
Escucho el aletear del murciélago cuando rompe el enrejado 
que cubre su madriguera, con el propósito de aunarse 
a los misteriosos designios que tiende la noche.



XXXVII

He visto cruzar una rata que acarrea entre sus dientes 
el cuerpo desmembrado de una alondra. Las criaturas por muy pequeñas que sean 
muestran el trofeo de sus jornadas de exterminios.
Quizás ocurre algo semejante con una dama que viste ropa suave y lujosa, 
Que se sienta frente a mí en el aeropuerto de Malpensa, 
mientras hace que lee un libro. 
Pero sospecho que nunca lee ningún libro, 
sino que aparenta hacerlo, 
y vislumbro que es, o puede que sea, 
otra pequeña y furtiva depredadora que transborda
cualquier residuo de sus batallas cotidianas.
¿Sabes cómo es el alarido del condenado 
cuando lo arrastran hacia el paredón?  Le pregunto.
No me responde. 
Me mira aterrada como si estuviera a punto de asaltarla.
Supone que soy un tipo que quiere hablar 
de una tragedia que nunca será suya, 
y por más que la conmueva tratara de no terminar de escucharla.
Posiblemente piensa que soy uno de esos trastornados 
que andan por el mundo con un pasaporte 
sin una patria que lo identifique, 
y si así lo piensa, tiene razón. 
El documento que llevo, 
tiene estampado una advertencia de que casi no existo. 
En las aduanas los uniformados me detienen y preguntan:
¿para dónde voy, por qué salgo, por qué regreso, 
en cual punto de la geografía se halla mi hogar?
Y cuando les digo que no tengo hogar, 
Y cuando les reitero que no sé si poseo suficiente osadía para escudriñar mi vida 
Que no estoy seguro si soy un vencedor porque no he enumerado todas mis derrotas.
Que encuentro un extraño placidez en habitar en una casa abandonada, 
 o disfrutar del calor que guardan los jardines deshechos. 
donde converso conmigo mismo
y repaso todos los los viajes que fueron siempre interminables. 
Sin ningún propósito, sin ningún resultado
como suelen pertenecer a los que por fin
han recuperado lo que pensaban era su inalcanzable libertad.



XXXVIII

Cuanto horror albergan las que sepultan a sus hijos en las márgenes del vertedero. 
No son venerables que levitan para alcanzar la gracia. 
Sus huesos son endebles ramas que sin compasión el viento arroja. 
Poco hay que festejar delante de esas apariciones.
La miseria no gusta ser mostrada, 
deambula oculta detrás de las vallas 
que a la entrada de los aeropuertos anuncian prosperidad.
Frente a ellas, silencio, disimulo, 
quizás unas monedas y salir de prisa
para que sus miradas no se vuelvan clavos corroídos 
que se tatúan en la conciencia para que no las olvidemos.  

¿Quién las arropará cuando sobre la piel 
se haga firme la nieve que viene del norte?
¿Cuál noble cerrara las heridas que las martirizan?

Ella y su hija gris. Ella y su hermana gris, 
delante del grisáceo cielo, 
detrás del harapiento que desciende desde la montaña
en busca de láminas que le sirvan de techo.



XXXIX

Cuando entreabras la puerta, 
encontrarás a una tropa de niños desguarnecidos, 
y pensarás que es un encantamiento 
fraguado por aquellos que pretenden que no descanses.

No, esos hijos del páramo 
desde siempre han estado asechándote. 
Sus manos aferradas a los bajos del pantalón, 
 han implorado un bordado de afecto 
que haga recuperar la sonrisa en sus rostros.  
Asómate a la calle, asómate, 
sólo un instante, no hay que temer. 
El piano blanco, los leones de bronce que señalan el territorio de los poderosos, 
el arca y los ensueños, no han sido removidos.
 
En ese despertar 
puede que escuches el gemido de alguien 
que perdió su casa y a sus descendientes 
en una guerra prolongada que tú pagaste
y llegaste a creer que era inevitable.
No conocerás a un tipo que llora porque no es tu vecino. 
Tampoco sabrás quién es el banquero 
que malgasta su fortuna en los casinos que se han levantado 
en las márgenes apacibles de ciertas playas.      
Y si te adentras donde moran los que nunca levantaron la voz, 
definitivamente comprenderás que no perteneces 
a la nación dotada de grandeza que exaltaron con orgullo tus maestros .



XL

Estuvo cerca del ojo plateado,
y nadie fue testigo de su llanto antes de retornar a la Tierra.
El jubilo que le prodigó su pueblo a su llegada,
las condecoraciones que le obsequiaron.,
ya poco importan. 
Fue testigo de las lámparas encendidas por los dioses,
Fue testigo de los cofres que guardan los muertos 
en las planicies de lejanas estrellas.
Un campesino siempre es un campesino
aunque halla amado tan solo en un instante 
la cabellera que despliegan los astros en su misterioso baile. 

Ya poco importa.
Si lo hubieran dejado un poco mas en las alturas
hoy no estuviera en una remota parcela  
amansando a los salvaje gansos de los generales derrotados.

Duele como transcurre el tiempo, 
Duele cuando se conoce al menos por un instante
el vértigo de luces que engendra el Universo.

Ahora el traje de héroe se desgaja, 
las estrellitas en la charretera pierden su brillo,
los titulares de los periódicos que elogiaban su proeza
se apilan adentro de una caja de zapatos. 

Nadie al verlo le preguntara que vio y que sintió, 
porque muy poco puede explicarles
 a esos habitantes de una tierra que se desmorona.

Vuelve a ser el muchacho que domaba caballos al amanecer.
Vuelve a encontrar la sensación de quien posee una feroz soledad 
cuando camina  por la verde espesura de los cerros. 
Los padres mueren agradecidos. 
Los hijos crecen y se despiden lacónicos v distantes. 
La novia empieza a marchitarse 
sin haberle confesado los enigmas que acosan a un hombre 
cuando gravita en la inmensidad. 



XLI

El mal adquiere verbo cuando con insistencia se profesa su existencia.
Así surge la visión creada desde los tiempos remotos 
cuando los hombres confundían a las bestias con sus muertos.

El maligno siempre estuvo, nunca salió, nunca entró.
Su ausencia puede que sea el vacío.
Quien salta al vacío se libra de las interpretaciones.

El mal apunta a la vastedad subterránea
donde se conjetura que es y será su morada.
Pero en verdad no hay direcciones 
que lo emplacen a un paraje específico.


Se mueve por los corredores de la codicia.  
Enciende sus llamas en los fogones de Dachau.

Quien pactó con los radiantes cuernos, 
se mece en la hamaca de las deseos  
de donde afirman algunos monjes proviene toda desdicha.

Cada criatura concebida traslada consigo la casa del mal.
¿Y la del bien?
¿Acaso se perdió cuando renegamos del Hombre Sabio 
que con infinito amor nos la quiso preservar?
  


XLII

Soy un soldado que camina cuadras y cuadras
con un rifle de palo en los brazos. 
Muestro sobre el pecho las medallas 
que el tiempo y la intemperie  han corroído.

Dicen que ya no sirvo.
Ningún oficial volverá a exigirme: 
Derrama tu sangre, 
olvida la huerta donde una mañana sembraste aquellos cerezos. 
Entrega la casa de adobe 
y la cama donde acariciaste a tu primero y único amor.

Dicen que la demencia me impulsa a escalar la montaña 
y excavar el sitio donde creo que los fusileros, 
por el gozo de acabar con la inocencia, 
trazaron un surco en la carne de aquellas labradoras 
que, atrapadas en un combate, amamantaban a sus hijos.

Ya no me preguntaran donde hallar la mariposa 
que entró por la boca del cañón.
Pocos hurtaran los recuerdos que se conglomeran por las paredes
de los cuartos donde a veces pernocto.
Dicen que deberían recluirme, que un hombre 
en esas condiciones no debería estar libre.
Pero no impedirán que escuche el aullido del lobo frente a la fosa. 
La goleta de los que han caído muy pocos la recuerdan.
La bandera sobre el ataúd no le quita el sueño 
a los cobardes que me reprochan. 
¿Y que le puedo decir a la viuda que pregunta 
donde depositar la insignia del que nunca volverá?
Dicen que ya no sirvo, 
pero ahí están los hermanos tendidos sobre la negra planicie 
hacia donde voy casi a rastra, dispuesto ahuyentar a los ávidos buitres 
que se afanan por devorar lo que ha quedado de ellos.



XLIII

Todo cae y se acrecienta.
Caen los ángeles sin importarle que su caída
encarne la inclemencia de nuestras apreciadas quimeras.

Caen sobre los bosques de donde surgió 
la hidalguía que enarbolan los ciervos.

Caen con el propósito de que los hombres 
aspiren a sentarse bajo las sombras invisibles de sus alas.
Caen porque así cayeron 
leones de alabastro que ostentaban los imperios 
para demostrar su férreo poder.
Caen y no volverán a ser contemplados
porque la esencia de cualquier acto que atribuimos divino 
perdura en todo aquello que desaparece.

Lo que cae, sin dilación, asciende con otro nombre, 
en un ciclo que preserva y devora.
Con la ascensión se restablece lo insólito.
Se renueva la sin razón con la cual se ha escrito buena parte de la historia.
Las tinieblas de la duda provocan las contiendas que calcinan la tierra.
Pasta el ganado en los brazos de falsos dioses venerados.

Al parecer los hombres no pueden perdurar por mucho tiempo 
carentes de disparatados ensueños, 
porque si así fuera, sucumbirían por falta de no crearlos.



XLIV

He regresado y descorro las cortinas 
para contemplar lo que queda de esta irreconocible ciudad.
He vuelto a caminar
por aquel mercado donde se enamoraban los adolescentes 
sin la malicia que luego las turbas con sus banderas impusieron.   

Vuelvo al sitio donde mi padre levantaba sacos de peces 
y el sol alumbraba los tomates 
sobre las cestas tejidas por invencibles ancianas. 

El mercado abría las puertas al amanecer. 
Los tenderos salían a encender sus pipas, 
y el humo invadía los portales, 
y penetraba por las ventanas 
para quedar suspendido en ondulante danza.

He regresado y no soy el mismo, ni por dentro, ni por fuera.
Lavaron el pasado los que construyeron el patibulo 
destinado a lo que hubiera podido ser perdurable. 
Muy poco prevalece.
Apenas hay reliquias que alienten a un abrazo. 
Desalojaron los signos que nos hacían caminar como ilusionados semidioses.
Vaciaron las calles convirtiéndolas en laberintos.
Vuelvo a las ruinas porque formo parte de ellas. 
En ese retorno hay que ponerse una mascara 
para que no te vean llorar.

Ya no soy lo que fui, ni seré lo que aspiraba a ser.
Ni por dentro, ni por fuera.

Con humildad soporto el zumbido de las moscas 
que giran en circulo sobre la basura apilada.

Y en el parque un framboyán apunto del desplome me pregunta: 
¿quien soy, de donde vengo, por que tal amargura en el rostro,
cuales son las razones del silencio que me envuelve? 
Ha habido mucho dolor, 
ha habido muchas lágrimas salpicadas en lejana tierras, 
debía responderle, pero callo. 

Voy con el atuendo de huésped 
 a esos parques habituados a la melancolía del olvido
donde una ves hube de adquirí el preciado ensueño de ser amado.
 
En la madruga, el ronco canto de los gallos me despierta.
He quedado en la oscuridad con tres copas de bacará sobre la mesa de roble. 
El cuadro del Sagrado aun cuelga en la pared,
 y mis descendientes nunca han leído los textos de ese proscrito Mecías, 
Otros cuerpos se tumban y retozan en lo que fue mi lecho.
El que extiende su mano para pedir unas monedas 
no reconoce que en un tiempo fuimos buenos amigos.   
He quedado con las desesperadas obsesiones del viajero
que no reencuentra las tumbas de sus ancestros. 
Una lámpara que cuelga del techo,
sabe que no volveré, sabe que no seré testigo
cuando la viga que la sostiene se quiebre 
Escucho su llanto  cuando a sus lagrimas la roza ese viento 
que proviene de la última dotación de un mundo que ya pronto desaparece.  

                                                                              
                                                                    Ciudad de la Habana 2017-2018



ABEDUL A LA ORILLA DEL CAMINO



A la memoria del cineasta Andrei Tarkovsky


Transita la noche.
El sabio se inclina ante la cruz. 
Su mujer duerme y no lo espera a que venga a su lado. 
La hija parece una piedra 
sobre el amplio mapa de las hojas. 
El otro descendiente, enmudecido y pequeño, 
atraviesa las paredes y como un navegante 
busca el carrusel y la luna, 
que no son más que cirios encendidos en su imaginación.

El Sabio presiente que la humanidad pronto sucumbirá.
Que un rayo decapitará cada cabeza
y nadie tendrá la suerte de renovar sus cantos.

Hay Silencio en esa residencia, hay silencio. 
Frente a la inmensa lobreguez que se avecina,  
la duda lo cubre, lo transforma, lo hace imperceptible.
En esa noche hubiera querido la presencia de la hechicera 
que en un juego de ángeles 
lo hacia volar por las huellas de su pasado. 

El Sabio implora:
"Oh Dios que derribas los muros, 
y cuelgas al delator y al delatado en la misma soga.
Haz que no se derrame el exterminio
que en las escrituras fue prometido.
Tú sabes mejor quien es el culpable 
y quien nació para preservar el verdor de los campos. 
Tú nunca mientes, quizás porque no hablas. 
Colocaste cuidadosamente los caminos que se debían transitar,
y soberbios nunca admitimos que existían.
Por ti he visto como se corrompe la vida 
en la fatua presunción de los necios.  
Supe la solidaridad en la celda, 
que es más que el oro y el diamante, 
que es más que el puñal y un revólver, 
que es más que la estatua cuyos ojos intimidan. 
El mensajero que nunca trajo noticias 
ahora me entrega los pergaminos del fin.

Tú sabes como detener el vuelo de los halcones, 
y a la salida del sol, estemos frente a frente, 
fluyendo sin secretos, ni pavores 
sobre esta roca grande que gravita entre tus brazos.
Te entrego la flecha para que desgarres mi pecho. 
Te entrego el lanza llamas que haga cenizas el aposento 
en donde supe tu verdadero nombre. 
Quien mandes que corte mi cabeza que de nada ha servido.  
Quien invoques, que borre la poca luz 
que puede haber en mi existencia. 
Si estos ruegos no te sirven.
Quemaré esta casa y todas las pertenencias. 
No tengo más. El árbol que hiciste crecer ya esta desnudo…"

No hay mejor momento para saldar una deuda que una mañana.

Desde la ventana contempló a la familia en el jardín. 
Todos sentados alrededor de una mesita con humeantes tazas de café 
y vestidos con ropas de fino hilo. 
Charlaban despreocupados acerca del equilibrio de los patinadores 
en el próximo torneo de invierno.
La madre, la hija, el médico
y la diva que entonaba con cadencia la ópera de los gavilanes. 

Oh entrañable Pushkin, dijo al verlos,
que rápido olvida el hombre los bordes de su precipicio.
Luego prendió fuego al velo  
que la hilandera hubo de bordar su nombre. 
Rápido las llamas se extendieron. 
Nadie lograba admitir que el mapa de los símbolos sagrados
 que pintaron los apóstoles fuera ceniza. 
Ni el gramófono, las partituras sobre el piano y el extenso tratado
acerca de las mujeres en las islas,  desaparecieran.

Encerrarlo, que desaparezca, siempre fue un desaforado  
que mereció el calvario en las estepas. 
Vociferaba su familia mientras el Sabio huía por la planicie.

Después de su muerte en un aislado sanatorio, 
el hijo acudía cada mañana al abedul que juntos sembraron.
No es mi tiempo, decía, mientras lo regaba.
Apenas alcanzo a tocar las primeras ramas. 
Por un instante en el fondo de la escudilla 
el niño vio reflejado en el agua sus ojos.
Eran bendecidos y apacibles como los de su padre.



















CEREMONIAS DE PUENTES Y MORADAS



He cruzado el puente de una tierra que promulgaba ser Imperio. 
Lo rebasé en la noche, cuando los candiles apagados 
auguraban la muerte de un ídolo 
ahora confuso y distante en la memoria de aquellos 
que con sumisión lo glorificaron y obedecieron. 

Fijados a los barandales están los candados del eterno amor. 
Cada mañana los herreros municipales 
cortan con pinzas esas cerraduras y las tiran a la corriente.
Entonces la fidelidad se escurre en las aguas verdes,  
para finalmente adherirse al lodazal de las desembocaduras.

Mientras me alejaba vislumbré a los trompeteros 
que esperaban a que la marea bajara 
y que el curso de nuestras vidas fuera reducido al silencio. 








a Ildiko Hercia

Aquel puente fue la ceremonia de un invierno 
por donde cascadas de lunas crujían con tal intensidad 
que arrancaban de golpe las pocas flores de nuestros años.

Aquel puente donde moran las sierpes vestidas de novias
que se enredaban a los tobillos del caminante 
que moría al instante, sin darse cuenta cuanto las amaba.

He sido un puente capaz de resistir
la vertiginosa marcha de los trenes victoriosos.
Uno por donde cruzó la desidia y la necedad de los jóvenes.
En cual se refugió la hacedora de consignas, 
que miraba al mar sin saber que lo era.
Un puente donde una pintora no perdonaba el silencio
en el rostro de su padre cuando lo trazaba en el lienzo.

Un puente a punto de quebrarse.
El que arroja a la corriente sus penas y las de otros,
el que vacía la deslealtad en el ultimo intento
por recobrar la confianza entre los hombres. 

Al cruzarlo, coloca sobre la curvatura que trenza las orillas, 
las ramas del sándalo y de la albahaca tierna, 
que dicen los que auguran el futuro 
devuelve los pequeños ensueños 
de aquellos que nunca llegaron a ser escuchados.



Cerca de la Aguja Esmaltada,
que parece apuntar a los ojos de Dios,
se hallaban las pisadas de los prófugos. 
Conozco esas cicatrices inscriptas a los muros.
Las huellas sobre el arcilloso suelo 
y los ladridos de la jauría en la feroz caza del que huye. 
He deslizado los dedos por paredones inmensos 
de cuyas grietas brota el musgo rojizo 
que en primavera con seguridad se deshace. 

He conquistado  puentes cuyos nombres me avergüenza recordar. 
He bailado sobre ellos con esa alegría que se siente 
cuando se seduce con cantos profanos 
a una mujer que creía inconquistable.  
Tambaleante brindé por amigos caídos,  
sin pensar que hay otros que nunca se mencionan.
Si caes a estas aguas, nadie te salvara. Me dice una voz inquisidora.
Quedaras sujeto al mástil del buque 
que navegó entre las guerras de todos los siglos. 
Con el tiempo te volverás osamenta junto a los caídos en combate 
y sabrás nombres de los escombros  
de esa ciudad que ahora indignas con tus irreverencias. 
Entonces desde las profundidad  
sabrás la historia de un territorio colmado de monumentos
 donde en la penumbra se posan vigilantes los cuervos.
Siempre existe esa voz que me reprende, 
que se anuda a mi conciencia igual que la serpiente en un jardín de piedras
asfixia en silencio a un cordero.

Toda mi vida es un  puente cuyo tránsito es una extraña  equivocación,
quizás porque siempre busco y encuentro a la mujer que termina olvidándome, 
al amigo que luego se vuelve traidor 
o que traicioné cuando descubrí en él su deslealtad. 





Desde la colina descubro el parpadear de doce puentes 
ensamblados por cadenas que parten a la ciudad. 
Desde allí se siente el sosiego de que por fin
han terminado las fratricidas contiendas.
No hay que temer.
El castillo tapizado por las hojas y la escarcha, se encuentra abandonado.
Los invasores se han ido, aunque no es seguro sí definitivamente. 
Quizás pernocten agazapados al otro lado de la frontera,  
y como es costumbre en ellos, 
con la cadenciosa tonada de los acordeones, 
lloren por la pérdida de sus antiguos territorios.

Siempre se necesita un puente para que
ocurra la añoranza de haberlo cruzado. 

A mi lado se ha sentado una muchacha 
cuya cabellera toca levemente mi hombro. 
Antes de dormir dijo que se gana la vida en la ciudad 
leyendo poemas a los ancianos.
¿Cuáles versos logran aplacar la soledad  
que nos vence sin darnos cuenta?

Es probable que, por el mismo puente,   
 esa muchacha hubo de transitar abrazada a un varón esbelto y arrogante. 
Pero su pasado no me pertenece.
Al otro lado del puente desapareció su rostro, 
pero no el olor de los arboles de invierno impregnado a mi ropa
cuando comenzaron a transpirar sus pechos.

 No olvides las caricias y los versos
que has depositado en una criatura pasajera, 
no extravíes el tibio abrazo del rojo abedul  
que en el largo viaje encontraste. 
El amanecer es lo que perdura de una noche transcurrida.



Se yergue un puente arropado por la niebla que emerge del Oriente. 
Puerta de Oro que pintan de rojo salmón para que sea visible.
Debajo de las arcadas, yace el mar acero  
por donde se deslizan y asechan los escualos.  
Nadie sobrevive a esas aguas, 
sin embargo, con frecuencia mucha gente acude a ese puente, y salta. 
El que no alcanzó a querer la anatomía de su cuerpo. 
Salta.
Quien no puede cargar con su demencia.
Salta.
El que se va sin decir su nombre, 
porque teme que lo condenen antes de tiempo.
Salta
El de piel cetrina que embiste los muros 
cuyo propósito se colocan 
para nunca creer en la tierra prometida.
Salta 
El de potentes piernas capaces de recorrer 
de un punto a otro lo que ya no será recobrado.
Salta


San Francisco, California 2002


                          Al otro lado del puente las mujeres esperan a sus hombres
anegadas de ansiosas ilusiones.
Alguna lleva a su hijo para decirle:
Mira, el de la cicatriz en la mejilla puede que sea tu padre.
Y el hijo no pone atención.  
Prefiere contemplar un barco que cruza por las aguas pocos profundas, 
con carga de enlutadas banderas y caballos heridos sobre la proa 
casi listos a dar el salto hacia la agitada corriente.

A la entrada de ese puente que separa y une naciones, 
los aduaneros registran a quien sospechan es un poeta.
Los versos a veces pueden herir 
como si fueran afilados cristales rotos.
Vale más sembrar un campo de tilo 
que llevar en la alforja audaces palabras.

Los aduaneros son estrictos en el cumplimiento de la ley. 
No los conmueve el asustado rostro del poeta, ni su débil voz, 
ni las callosas manos de tanto esculpir cada verso.
Lo tratan como si fuera un asesino,
 y lo amenazan con ponerlo en manos del verdugo 
que sentado en el recodo de la garita aguarda comenzar su labor.



Al poeta Leopoldo María Panero 
y nuestro breve encuentro en el Parque del Retiro.

Creía que los aviadores nunca arrojarían con precisión 
aquella metralla en forma de delfines 
que hundían las estaciones ferroviarias, 
arrasaban los palmares, 
y luego, sobre el pasto, 
se podía tropezar con las cabezas sangrantes de los bueyes, 
los huesos calcinados de los anónimos transeúntes, 
el ojo amarillo de un potro, la lengua pérfida del juez, 
el culo de una gorda, 
las patas encorvadas de la alimaña que no llego a tiempo al refugio.
La guerra nunca creí que pudo haber acaecido en aquella hermosa ciudad. 

Y en un piso del antiguo Madrid, 
los inquilinos que ya no existen, me hablaban:
Siempre hay guerras, hijo.
Siempre habrá bombardeos,
 e infelices que cruzan las plazas envueltos en llamaradas. 
Todavía está la ceniza que flota. 
La del hermano que mató al hermano, 
la del hijo que escupió a su padre 
antes que cayera acribillado frente al muro, 
la del que fue acusado falsamente de locura por quien lo amamantó.
Siempre habrá cenizas, volvían a repetir, 
y rebeldes que cruzan los grandes torrentes 
y suben a los escarpados con la boca de los fusiles 
llenas de promesas que nunca se cumplen.

Y los inquilinos de aquel piso lloraban, 
y cuando parecían haber recobrado el sosiego, 
comenzaron hablar de cuando el pan era tibio, 
y el queso, el vino, y el pozuelo aceitado, yacían sobre la mesa…



He habitado en muchas casas y en cada una 
hubo un muerto que no quería abandonarla.

Casas que fueron mías y de otros, 
pero siempre en cada una 
deambulaba un muerto que hablaba de cómo fue construida 
y cuanto amor depositaron los primeros que la habitaron.

He hablado con una iguana en una casa inhabitable, 
confiesa el héroe desfigurado por la metralla en las afueras de Kabul. 
Ella fue mi compañera cuando nadie quería mirarme a los ojos. 
Ella sabía de mis suplicas para que 
me devolvieran el brazo con el cual pudiera acariciar 
los pechos de la mujer que amo. 
Ella supo de la aflicción cuando se cerraron  los portones de los templos. 
Ahora voy hacia la otra costa donde me esperan ciertos tipos 
con los que espero saldar viejas deudas. 
Quizás ahí obtenga un certero disparo, 
o una caja con medallas al valor que hoy de nada sirven,
pero al menos dan testimonio de quien he sido.  
O quizás adquiera un huerto, eso si quisiera. 
Uno con frondosos olivares, donde con otra iguana 
espere la llega del inextinguible redentor 
que quizás me salve del olvido.



En aquella casa había un amplio umbral con cuatro columnas, 
que luego se agrietaron. 
Y una ventana alta que daba a la calle 
y en el centro del salón un piano.. 
Luego cuando los jóvenes decidieron escapar,  
aquel piano flotó por muchos días por el océano. 
Encima iba una muchacha  que con ensañamiento 
unos pájaros hambrientos la trataban devorar.  

La muchacha imploraba 
que alguna diosa le diera leche de sus pechos. 
Que el dragón cediera sus largas patas para que sirvieran de remos.
Que el centauro con los dientes iluminara el negro horizonte. 
Que las sirenas la empujaran hacia la otra orilla. 
Pero ninguno de los invocados apareció. 
Suele ocurrir. 
Cuando desesperado alguien pide ayuda, 
las verjas por donde entran las provisiones se cierran. 
La tormenta azota los campos, 
el carruaje se atasca en la vereda. 

Tal parece como si Dios mirara hacia otra parte,
Y no escuchara, no escuchara. 
Y así pocas cosas llegan puntual. 
La existencia se somete al destiempo. 
Lo que debía ser ya no es.
El gozo de la caricia mucho tiempo esperada 
si por fin llega, ya resulta innecesaria.



Al poeta Esteban Luis Cardenas atrapado en su Ciudad Mágica.


En el piso de arriba alguien baila con su sombra  
y así la honra antes de que definitivamente desaparezca.

Un solitario tipo sin rostro fuma 
y el humo entra, ondulante, agrio, por las ventanas,
como el humo de un campo de heno cuando arde.

Abajo en un cuarto cuarteado por la humedad,  
cruje la cama de una pareja.  
Ella gime desconsolada y luego calla. 
El jadea, balbucea algunas palabras, y se pone a silbar. 
La pasión desenfrenada de esos amantes a veces no deja dormir, 
pero hay quien en la penumbra se excita cuando los escucha.

La fetidez del cadáver de un anciano 
que no alcanzó a llamar los servicios de emergencia
corta de súbito la fragancia que obsequiaron 
los primeros días de otoño.

Dicen que no hay un final feliz 
para los que habitan en esos edificios de ladrillos rojos.
De todos modos alguien afirma con vehemencia
 que pase lo que pase, vale la pena vivir en un Imperio.



En esas noches amargas 
confundo las voces de los amigos que ya no están
con el aullar de los perros.

Presiento la cercanía del cuervo
que calará con el pico los soportes de mi cama. 
Uno intenta quedar sereno 
ante las desfiguraciones que emanan de la soledad.

De pronto, aparece una Casa a punto del desplome. 
Sentado sobre el techo, un niño le demanda al cielo 
que su madre renuncie a buscar refugio en la despensa.

Ella no ha salido a ver las estrellas, 
ni al vuelo del pájaro blanco 
que puntual se posa sobre el horizonte.

El niño exige que al padre le sea devuelto el ojo y la mano.  
Ojo para que lo vea de cerca y mano que le aplaque el espanto. 

Siempre con la vista fija en las alturas, 
las piernas balanceándose en el borde de la cornisa, 
el niño anhela recobrar la carta del hermano caído en combate.
 
¿Que habrá escrito bajo el humo de los obuses? Se pregunta. 
¿Cuál mensaje no logró trasmitir a los que aguardaban su llegada?

El niño no quiere ser la estatua de un héroe en la plazoleta de un parque, 
y menos, morir con una carta apretada al pecho que nadie leerá. 





      





UN TERRITORIO QUE OFRECER



La llevaré a esa tierra montada sobre el corcel 
que despide brazadas de luces 
y por cuyas venas fluye la sustancia 
de los sueños premonitorios
que deben ser anunciados antes del mediodía, 
para que no se vuelvan malditos, y se cumplan.

Antes de iniciar el tortuoso viaje, preguntaras: 
¿Cuál será la recompensa?  
¿Que cambiara en nuestras vidas 
esa aventura arrancada de la imaginación?
Comprendo las dudas.
Uno se siente incrédulo 
en medio de un mundo que se desangra.
Sobrecoge saber la manera en que los hombres
traman a perpetuidad su propia destrucción.

Pero el estancamiento es el oscuro manantial de donde se nutre la muerte.

Confía que la breve brisa 
cuando nos arrastre como hojas secas hacia otro ensueño.
No hay maldad en caminar por los bordes del mundo.
Somos animales inocentes en las inmediaciones de la gran hoguera.

Confía, confía.
Tendremos un territorio donde vuelvan a declamar los  poetas.
Nos los merecemos.
 Porque fuimos clavados a la intemperie. 
Y el balcón en donde veíamos a las estrellas, se desplomó.

Ofrezco un territorio que albergue 
a los que cumplimos con los designios del Devorador 
y matamos a su favor 
aquellos días que pudimos a plenitud haber vivido.
¿Acaso es mucho pedir volver a nacer?

Antes de partir preserva a los ancestros, 
para cuando vivas en el presente
no seas cautiva de haber olvidado el pasado. 
Avanzaremos por  tierras y mares 
hasta disolver las fronteras que nos separan. 

Nunca seremos el enigma de los peces 
que presienten su final cuando saltan a la superficie. 

Quedará atrás el  pasto tibio
 que arropaba nuestro maltratado amor.
Quedaran los juegos lúdicos  
que alejaban al emisario de los malos presagios.

En ese territorio no tendremos que volver a demostrar 
la existencia del cadáver cuya piel es un libro 
que narra todo el ultraje en la historia de los hombres.
Y no exaltaremos guerras y martirios que nunca vivimos.
El poder verdadero es volar con ese dragón 
hasta alcanzar la pirámide que guarda 
los mejores poemas dedicados a la criatura amada.

Ha ocurrido desde tiempos inmemoriales 
que los hombres busquen la alfombra 
donde poder perpetuar la dicha de ser eternos.
Merecemos conocer como termina el escorpión vestido de cadete 
que agujereaba con saña la cara del prisionero.
Contemplar el final del payaso que incriminaba 
con sus muecas a sus hermanos. 

Los ríos fluyen, convergen,
pero su principal propósito es fundirse en el mar 
aunque ese gesto provoque el agónico final de sus aguas.

Hay poco que festejar  entre tantos cadaveres  
que aun nos reprochan haberlos olvidado.       
Y a pesar de eso, 
emerge una melodía que no se entona con fuerza, 
porque pertenece al murmullo del frágil hilo de la memoria 
de los que nunca supieron quienes eran.

Existe un verso escrito en vidas anteriores. 
Una luz que habita retenida en la garganta  de aquel que aguarda
que llegue el tiempo de la emancipación
y que el anhelado horizonte sea devuelto al último de los descendientes.

No todo es inhóspito por la senda que se habrá que transitar. 
Detrás de las malas visiones, 
encontraremos quien tienda su mano en señal de infinito amor.
Deseable será contemplar la silueta del potro
adiestrado a cabalgar sobre los cuerpos de quienes los sueñan. 
Algo tendrá que cambiar en el círculo de cotidianas pesadumbres.

Arribará el día de ver el oro entre el ramaje. 
Vendrá la lluvia que lava toda congoja 
y será bienvenido el verso que unos llaman destino 
y otros el vaivén de las olas.
Resonará  la música tan querida, 
cuyo único propósito es despejar 
esas amenazantes siluetas que nos acechan.

Recuerda, recuerda, vivíamos en una ciudad suspendida 
por las quimeras de un loco. 
Ya dimos el salto, salvados estamos de la rueda que aplasta.

Salvado estoy, aunque las mujeres de otros tiempos no vuelvan a buscarme.

Al menos supimos la razón de dormir ceñidos,
mientras corría el riachuelo bordado por los helechos.

Mi vida está en los palmares y en las aguas turbias del viejo río. 
No he olvidado la otra orilla, 
y en ocasiones grito desesperado su nombre.
No he dejado de recordar 
el reino de sal que transitaba por la piel amada.

Lo que ocurrió fue que estuvimos acostumbrados a no creer 
en la inmensidad que conlleva lo simple. 
No queríamos mirar de frente los ojos del venado 
que se detiene por un momento entre la maleza para amarnos. 
Nos daba miedo aquellos ojos. 
Preferíamos cargar la carne acribillada
y escuchar sobre nuestras espaldas 
el lento gotear de su sangre.

Ofrezco un territorio donde la desnudez no sea una vergüenza 
y el terror nunca nos separe al explorar el cuerpo del otro. 
Os aseguro, no volverán a pesar en la conciencia 
los hijos sacados con tenazas 
y donados a los laboratorios 
para que los investigadores descubrieran 
que todavía no estaban muertos.

La vergüenza de ser cómplices
puede culminar en un palmo de tierra.
En el alba que reconstruye con su luz los puentes rotos.
En la intimidad, cuando solitaria acaricias tu sexo 
para nunca olvidar los amantes perdidos. 

No serás la tendera rendida en la cárcel de trapo, donde nada cuenta, 
y el opresor de las reliquias hurtadas lo calcinará su propia codicia.

Solo estará la canción que se escucha sin saber que ha sido cantada, 
y la bestia en el recodo habrá desaparecido por la maldad de sus actos.

Borrados del pergamino 
los que llevan pezuñas y garfios 
para ahuecar cuanto hay en la redención del hombre.
Nunca más tendremos vergüenza de no ser el hijo prodigo,  
porque siempre fuimos, somos y seremos ese hijo.
Ni a la sombra de los interminables corredores 
viviremos a la espera de ser devorados.
No habrá que engañar para preservar un abrazo. 
No hacen falta ceremonias, ni bodas con el malévolo 
que lee los preceptos sin entender el curso de la vida.
Hundiremos aquel barco sin anclas 
que trafica con las lagrimas de un pueblo.

Y por fin, se podrá escuchar una voz que nos advierta:
Mira el porvenir sin la tristeza del presente.
No te detengas en lo que dejaste
porque en la marcha poco podrás recuperar.
Saca y toma lo que te pertenece.
Hasta el ultimo polvo en el fondo de la alforja.
Hasta la gota de vino que se bebe mejor
 cuando se presiente el final.

Y tendremos la llave para abrir el arca 
donde fue secuestrada todas nuestra ilusiones. 
Entrarán en ese territorio prometido,
el lobo y la liebre, el gallo y el gato, 
que corrían juntos por el áspero patio de nuestra mutilada infancia. 
Y brindaremos por ellos, 
y por la reconciliación definitiva 
que siempre nos hizo falta.

En ese territorio, 
que a veces la imaginación trae con fuerza. 
No hay guardias velando la costa, 
ni uniformados impecables, 
ni agentes especiales con máscaras negras, 
ni investigadores trajeados que fuman a escondida de sus jefes
en la pausa de cada interrogatorio.

Confiad en estas visiones. 
Quien no se arriesga a volar montado sobre una quimera,
puede que termine hundido en el lodo de la desesperanza.

En ese paraje fundado en la infancia que nunca tuvimos,
habrá  fuentes de aguas desnudas 
y amplios parques donde podrán jugar los niños. 
Y veremos saltar con placer a los perros, 
por los íntimos laberintos de Dios, 
y veremos a esa estirpe de animales de miradas esquivas 
que dibujaron en el pasado los escribanos 
para anticipar su existencia entre los hombres.

Mirad las cabras de Ghandi que pastan serenas en el prado.
Mirad la caverna con los tesoros 
sin el señor de la codicia al asecho.
La casa de cristal donde moraban los fatuos soberanos, será nuestra. 

Desde los ventanales veremos al roble
 y a las ardillas que nunca mueren. deslizarse por el ramaje. 
Descubriremos como el fantasma de los prohibidos rituales
saldrá jubiloso a caminar por el jardín.

En ese reino, ofrezco la cuerda que tensa 
los grandes misterios aun no revelados.
Descubriremos la manera en que se tumban los ancianos en las bancas 
despreocupados por los signos visibles del ocaso. 

En ese otro territorio, 
uno puede desnudarse sin llegar a ser el destello que se desvanece. 
Beber el buen vino sin ser envenenado por quien te lo ofrece.

Se cierran las trampas, los cedros no se talan. 
El paraíso no empieza con la muerte.
Basta con cuatro arcones y un techo de azogue 
para pernoctar hasta que llegue la otra partida.  

Escuchad los graznidos de ciertos cuervos que nunca se sabe de dónde surgieron.
Cuervos que no devoran los ojos de los insepultos, 
ni se posan en los hombros de las muchachas que se ahorcaron 
porque los patriarcas nunca le trajeron los prometidos atuendos.  
Habrá un espacio a los que fueron a las puertas de las ermitas 
y reclamaban a gritos que la ceniza no estuviera servida.

Os aseguro.
Iremos al pozo que embalsa todas las lagrimas del hombre 
y nos las beberemos para nunca volver a llorar.



Madrid 2011






































































































































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