a S.E. Avellano
Que pretendías crear un lenguaje cifrado para aquellos que nunca volverían a reír.
En un pasillo que no conduce a ningún sitio.
ni agua sagrada que limpie todos los rencores.
Una pared y un interminable pasillo, solo eso.
pero no lo salva.
comienza a maldecir el tiempo que se rindió a la mentira.
no enciendan la blancura de tu piel.
Mis bolsillos siempre han estado vacíos.
No sé poner ni si quiera un ladrillo en mi casa sitiada.
que expulsa la patria.
No tengo palabras en los diccionarios para ofrecer.
Ni potros iluminados que cabalguen por las líneas de mi mano.
He sido la cabeza que nadie quería mostrar.
Hurgo en los manuscritos para saber lo que ha quedado de mí.
Trazo el mapa de las irreverencias por las cuales he sido condenado.
Una plaza, el muro con sus piedras que resistían a la ventisca.
las suplicas de los que no querían morir.
que todavía se hunde sin darnos cuenta.
poner rumbo hacia recónditos parajes.
Las manos atadas a otras ligaduras.
que hicieran demoler al que proclamaba ser eterno.
Espejismos, he vivido de malditos espejismos.
y si estuvo frente a mí, no reconocí su rostro.
Sin darnos cuenta se desperdigó el saludo en la madrugada.
donde convivían un centenar de jóvenes que aspiraban a la redención.
pero lo peor, es olvidar los días luminosos de nuestro pasado.
que hube de sembrar sobre tu pecho.
acorralaron lo fecundo que llevaba.
al que vende flores por el apagado litoral.
Quise vivir sin capitular.
Aspiré a una casa tocada por las olas.
para así no hablar con los demonios.
el fulgor que salía de tu vientre.
Dios guarda los besos que por primera vez nos dimos.
éramos simulaciones.
el tuyo, el mío, y el de los pueblos vencidos.
Dios, siempre Dios, en boca del que a veces duda de su existencia.
Los que creyeron en los naranjales que nunca dieron frutos.
y fueron baleados mas allá de sus tierras.
cuando descalza y libre de ropaje vagabas por aquella playa.
Uno se imagina que el ocaso nunca llegara.pero llega, puntual y atroz.
pero siempre hay alguien que nos culpa.
y por ahí va el que escribe salmos con la cabeza gacha.
que se confunden con el brillo de los tuyos.
en el paraíso imaginario de cualquier hombre.
de una ciudad que flotaba en sus sueños.
a deslumbrar a los últimos inocentes.
Quien se resigna a las despedidas nunca le aflora una sonrisa.
que dicen los crédulos que aún existe.
que con el tiempo nos darán sombra.
La vida corre por una pista llena de vallas.
que no sabe a dónde irá a parar.
Renace, tropieza, se alza.
Qué dirán los hijos de las rutas que decidimos emprender.
con la muchacha tatuada por la codicia.
la publicación de su mejor libro.
El gotear de los años devora y nos convierte en otros.
ni felices saludos desde las tribunas.
El gran celador decretó que eso no bastaba.
que los versos finales instigaban a la rebelión.
podían lastimar la sublime imagen del soberano.
olvidar y de nuevo aplaudir.
Aplaudir, aplaudir, como si nunca hubiéramos estado solos.
Como si creyéramos en una gran causa redentora.
sabe el disfraz que hubo que ostentar.
un testamento para los hombres que no han nacido.
entre mesas y cartas ministeriales.
sin derramar una gota de sangre.
con un obediente sí en los labios.
el llanto de los que fueron obligados a guardar silencio.
aunque borren sus nombres de sus tumbas..
Siempre habrá una cicatriz detrás de una máscara.
El circo del horror vuelve a descorrer las cortinas.
para no ahuyentar la poca brisa que entra por la ventana.
lo que provocaba su tristeza.
ni recuerdos que encadenen su rostro.
que beben y comen sobre los calcinados huesos.
cuya mesa yace cercenada la cabeza de nuestra historia.
el comportamiento ilusorio de sus amantes.
las piscinas construidas con la carne del hijo amado.
al que dibuja los campos libres de maldades.
pero has que no olvide.
las pocas semillas que han quedado.
sin continuar prisionero de la mala suerte.
I
El hombre cruz, cuya boca es un manantial de perdones,
sabe el disfraz que hay que ponerse en esta época
de bombas y estandartes.
Con la barba amarillenta y sandalias desvencijadas,
se sienta conmigo a tomar café
en una fonda que hiede a grasa quemada.
Luego, en silenciosa marcha
nos encaminamos a la vieja ceiba,
hacemos la ronda en busca de la compasión
que a toda costa hay que recobrar,
para bien de los hombres, y para bien de mi mismo.
Hay gente que lo distingue,
y le pide con insolencia un traje de novia,
la carpa de un circo,
caballos de sangre plateada que asciendan ligeros hacia la cima.
Y cuando el hombre cruz,
pálido como la cera derretida, nada puede ofrecer,
la gente enfurecida se pregunta:
¿Quién es ese que dice ser hijo del Supremo
y vende limones en las esquinas de los arrabales
y lo persigue una jauría que lame las llagas en sus tobillos?
Y el hombre cruz poco antes de partir, confiesa:
Quien no ostenta milagros posee el prodigio de crearlos.
II
No solloces dentro de los cuartos que se hunden.
No permitas que el polvo te secuestre.
Eres un hombre sojuzgado que resuena
en el documento que lleva en sus manos
el custodio de las más apreciadas ilusiones.
Pero todavía puedes levantarte, todavía puedes gritar
como si nunca lo hubiera hecho.
De nada vale aplaudir, ni aparentar demencia,
lo que mereces esta consumado
desde el mismo instante en que naciste.
No hay vuelta atrás.
Aprecia la torcida ruta por la que hay que andar.
Disfruta del breve día asignado,
envuélvete a la espuma
que trae el oleaje de mares distantes cuyo significado
se te será otorgado cuando dudes de su existencia.
Hay que bendecir la hortaliza que subsiste
entre tanta tierra infecunda.
Siempre habrá una viajera que convoque a bailar
ceñido a su ardiente torso.
Y si ella no existe, invéntala en tus canciones con palabras de seda
porque para eso se te otorgo la condición de errante juglar.
III
Un hombre anda y muestra a otros la urna del pasado.
El peso de la reliquia lacera su espalda,
pero tal dolor carece de trascendencia.
Su aspiración consiste en que prevalezca
lo que dejo de existir hace mucho tiempo.
En su trayectoria la lágrima de antiguas contiendas
pretende sustituir el llanto que ahora prevalece entre los hombres.
Afán de culpar para no incriminarse.
Necesidad de proclamar que hubo luz
y nunca reconocer las sombras que por mucho tiempo se impusieron.
Derribad ese inútil monumento que portas con tanto ahínco. Reclama el hijo.
Para que hoy contemplemos con claridad
la quimera de un bosque
que a veces hace despertar la pasión de seguir con vida.
Pero el hombre no escucha al hijo, ni al viento,
ni al estruendo de los balcones que caen después de cada tormenta.
Su persistencia encarna a esos pueblos sin reconciliación
que propagan estanques preñados de odio.
Hay otra escena quizás esperanzadora.
La obstinación por instaurar un mundo que ya no existe, se desvanece.
El hombre queda sepultado dentro de la fosa que hubo de excavar.
De allí nadie lo sacara.
Ni un pájaro querrá silbarle por mucho grano
que hubo de esparcir sobre la tierra.
Ni una muchacha se desnudará
por temor a que le atribuya pasadas deshonras.
Nadie lo sacará.
Y habrá paz entre los insepultos
que esperaron el fin de tanto trasiego con lo que fue.
Y habrá dicha en aquellos que le cantaron al presente
y nunca fueron escuchados.
IV
A Nicolás H. Lara, poeta y pintor.
Tal vez algo concluye para alcanzar la fortuna de haber vivido.
Uno resiente la perdida de lo que ama
cuando reconoce el valor que han tenido otros amores.
Uno imagina que es posible postrarse sin rencores
en lo que ha quedado de uno mismo.
Gracias al de cursar del tiempo
se comienza a forjar un recuento
de lo que se ha dejado atrás.
Se abren las cartas no leídas,
se perdonan las ofensas
que pensábamos que nos mataban.
Ante el embate de la tormenta el viejo árbol resiste
cuando flexibles se vuelven sus ramas.
No hay que preocuparse.
Dejad el inventario a los que vendrán.
La garza en el vuelo final
no recuerda el nido que abandonó en la inhóspita colina.
V
A Giddelis y Ramses, mis hijos.
Ramas que nacen del mismo tronco.
Sembrado para que en el porvenir
no se convirtieran en carnicero del alma.
En la lejanía los vi crecer,
y os aseguro
que detrás de las cercas
en un soplo se van los años.
Los mensajes llegaban tardíos en aquel territorio
donde alabanzas y maldiciones se gritan en otra lengua.
Una sonrisa nunca será plena dentro de un sobre sellado.
Poco faltó para perderlos en aquella huida.
La libertad tuvo más fuerza que permanecer amándolos.
Y no les pude cumplir la promesa de cambiar el mundo.
Hubo tantas patrias, que al final ninguna fue verdadera.
Afortunados ustedes que no donaron sus manos
para construir la tribuna que se debía reverenciar.
Al menos preservaron el canto al que lleva a cuesta un planeta roto.
Bendecidos en esta concurrencia
que los caprichos del Eterno han propiciado.
Dichoso estoy por la grandeza de quienes abren sus brazos
al que retorna con resplandores que sin darse cuenta se van apagando.
VI
A Fermín, mi padre
A veces las desavenencias se saldan
en las despedidas y no en los encuentros.
En la sucesión de los días uno conoce
quien te da vida y quien atentó contra ella.
Y mi padre no hizo ni lo uno, ni lo otro.
Con sequedad y cortas conversaciones aprendimos a convivir.
Nuestras vidas fueron láminas diferentes dentro de un mismo libro.
Unos empleados del hospital donde estaba internado
aprovecharon la soledad de una tarde lluviosa
y le arrancaron el anillo conyugal.
Con la joya, compraron espejuelos oscuros,
una camiseta con la cabeza de una enorme rata
y ropa interior para sus ávidas mujeres.
Traté de explicarle que el pueblo que tanto reverenciaba, se había envilecido.
Que las columnas se agrietaron,
y un gotear de cal y piedra ha caído sobre el portal.
La limadura blanquecina ha cubierto el sillón
donde al atardecer solía sentarse a librar una tenaz contienda
contra la amnesia que a todos nos ha contagiado.
En un atardecer del 88
con los brazos abiertos
como si recibiera la consagración
que lo convertiría en polvo,
dio el salto hacia el Enigma.
Lo hizo sin avisar, con ese silencio del labrador
cuando se deslumbra frente a los altos edificios.
VII
He vuelto a ser el niño con camisa de hilo
que salta para no pisar los charcos sucios que pone el destino.
No he sido alumno ejemplar, ni buen padre.
Considerado por contemporáneos,
vagabundo intemporal, rastrero,
que no aprendió el manual de las buenas costumbres,
porque en el fondo hubo en mi rebelión y locura.
Y mujeres detenidas en las dársenas
desechas por mis actos.
Hubo gente que pidió a gritos que me colgaran
en la primera, segunda o cualquier farola.
Y ancianas encerradas en los sótanos de edificios de ladrillos rojos
que aplaudieron cuando perdí la condición de ser buen ciudadano.
Sin embargo, hay quien indulta mis faltas.
Quizás por que sabe que he resucitado dentro de la rústica caja de agua,
ahora vacía, en donde como cómplices de un silencio impuesto por decretos,
leíamos a escondidas la poesía hereje de los maestros que ya no están.
Perdona, porque somos sobrevivientes
de lo que pasó y de lo que imaginamos hubo de haber pasado.
Sabe que los caídos en la contienda yacen en las profundidades,
que la ferocidad de aquella tropa fue remar, remar sin descanso
en la salvaje búsqueda de un paraíso que nunca existió.
VIII
Al memorable poeta Heberto Padilla
Contra humo y ceniza, amigo.
Que no reduzcan nuestras vidas a eso.
Tratemos que el olvido no nos venza,
que la mesa en desorden
no impida escribir sobre el paraje
donde se depositan las mejores ilusiones.
Llega el verano y demasiado resplandor embarga mirar de frente
a las esbeltas muchachas que nada saben de ti,
pero que con seguridad te hubieran amado.
Si conocieras a la que inspira mi atardecer,
mandarías a una escuadra de poetas rusos
que dispararan contra esta repentina locura.
Así a veces somos, tercos, pretenciosos.
Nos tambaleamos, estamos a punto de cerrar los parpados,
y a pesar de esto, creemos con inusual vehemencia
en el nuevo rostro que se acerca.
Que no te rompan la alianza, que no te impidan cenar
con la loba solitaria en el radiante huerto.
Ya bastante nos han encausado, asustados hemos ido por el mundo…
IX
Hay palabras que regresan cuyo significado
retuercen lo que nos queda de vida.
Una de ellas, el Porvenir.
Ya estamos en el Porvenir.
Ni luminoso y sin la heroicidad que marcaron las consignas.
Empeñamos el presente por un futuro que finalmente nos dejó desnudos.
¿Qué fue esa palabra para el hombre
que le prohibieron enterrar a sus muertos?
¿Qué significado encierra al muchacho de boina y sandalias
que en una madrugada su lengua la clavaron al muro
únicamente por soltar frente a un mausoleo una carcajada?
¿Qué atroz precio posee a quienes sus manos fueron retenidas
para que no volvieran acariciar un verso por decreto peligroso?
Uno de esos que ya ningún poeta escribe,
pero todavía desembarcan a media noche y con sobresaltos nos despiertan.
X
La hierba crece y no deja ver con claridad al bosque.
El oleaje impide contemplar la transparencia
por donde se deslizan los peces.
Luego, el mar se retira para efectuar la cadencia de un ciclo.
Alguien afirma que son movimientos del Amor cuando cobra plenitud.
¿Acaso la cercanía de los cuerpos
logra quebrar el equilibrio de la naturaleza?
¿Tanto ímpetu posee la fuga de los que se entregan
sin saber las consecuencias?
El instinto trasiega con un reloj sin agujas
por donde se desvanece la razón.
XI
El mundo sabe que no hay mayor posesión
que la que se escurre en los ojos y las manos de un poeta.
El mundo sabe que el dios más deseable
reside en la carne y en el soplo que la anima.
El mundo sabe que la cotidianidad
es una prolongada épica oculta en el silencio.
El mundo sabe que el discurrir del tiempo
hace crecer al roble que unas manos
lo harán puertas, arcos y puentes por donde cruzar.
Hay una verdad posible en una taza de té que prolonga un encuentro.
Hay una espiga en el vientre que nunca se extravía,
sale a la luz y con suerte crece en la humedad de la tierra.
Volvieron a entrelazarse
con la misma intensidad del primer día.
Ahora cada cual a su manera
en la forja de una transparencia que complete la historia.
Sabían hasta donde podían llegar,
y hasta donde habían llegado.
Conversaron finalmente de lo inevitable,
casi rendidos ante la inmensidad de sus actos.
Era un viaje fuera del territorio
de los que se creen los ojos resplandecientes de ciertos dioses.
Hay simpleza dentro del caldero cuya utilidad es saber
que están vivos porque los quema.
Descubrieron que el silencio conduce a otro
que luego se quebranta.
Escucharse y presentir que todavía se alcanza
a ser poseedores de alguna luz.
No todo es turbio, ni errático.
La leña chamuscada dispensa una sabia referencia
para no repetir los fuegos que devastan a los campos.
XIII
No te ofrecí una alianza que llevaras con orgullo en el dedo,
pero sí la sombra de un árbol
que aún subsiste en la memoria.
No te di el cofre esmaltado donde guardar el aroma,
pero sí las márgenes de un río
donde vislumbraste la luminosidad de las aguas
cuando bordeaba nuestros cuerpos.
Cuán desnudo hemos sido
y que linaje adquirió aquella desnudez.
Ahora emerges y evocas esas noches
cuando caminábamos en la búsqueda
de un rincón donde encomendar nuestro pobre amor.
Los pies en el charco, la luna sobre los hombros, la bolsa vacía
y un manojo de humedad que todavía retienen los muros.
Regresas y regreso, esa es, y será la única ceremonia.
Una tarde adquirió exactitud, ¿recuerdas? simple y breve tarde.
Juntos en aquella plaza, entrelazados nuestros brazos,
próximos a devorarnos, casi al borde de ser piedras,
mirando en silencio los radiantes buques que lentos zarpaban.
XIV
Verdad que no se puede llamar virtud, el matar a los conciudadanos,
el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión,
con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria.
Del tratado El Príncipe, Nicolás Maquiavelo.
Cuando las garras del poderoso veda la libertad,
surge entre los súbditos un hábito por la simulación.
En un dominio donde la culpa
es la única forma de subsistencia,
hasta las cartas que convocan renovación
escritas por el más fiel de los ministros, son inútiles.
Muy pocos quedan íntegros,
cuando se coloca a un hombre sobre un pedestal.
En ocasiones hasta los abyectos no saben qué hacer
con el preceptor de sus destinos.
Un día lo abandonan a la intemperie
para que lo cubra la limadura que desagua la ventisca,
pero vuelve a levantarse con implacable revancha.
Otros, se atreven a cercenar su lengua,
confiados en silenciar sus interminables discursos.
Pero desde la abismal concavidad donde ha sido confinado
resurge imprevisible con atronadora voz.
Qué vamos hacer con esos ojos
que no dejan de mirarnos y aparentan que no miran.
Qué vamos hacer para que no nos condene
por cada desliz o vacilación cometida.
La Muerte salva sin complicidades.
Aguarda imperturbable la hora de llevarse
a quien impide que fluya la vida.
En un soplo concluye un ciclo desde hace mucho tiempo esperado.
La viga cede, la efigie temida cae y se funde en el lodazal de la historia.
Y el afortunado que no vivió bajo la zozobra del azote y la mascarada,
quizás adquiera para siempre una sonrisa que ilumine su rostro.
XV
Al poeta Carlos A. Díaz Barrios
Hemos arribado tarde a la otra orilla,
y una nueva bestia ha esperado nuestra llegada.
Volvimos a nacer, cuando la mayoría
no quería que hubiéramos nacido.
El débil y el fuerte, tú y yo, no sabemos afrontar
la opulencia de este anhelado reino.
Ahorcados estamos en el colosal bullicio
que, de tan grande, enmudece.
Nos preguntamos la razón de los pueblos
donde todavía apalean a las muchachas
cuando pintan de carmín sus labios.
Nos preguntamos, una y mil veces sin extraer la respuesta
que nos devuelva la anhelada belleza por la vida.
¿Entonces qué ha quedado de lo que acarreábamos en esta travesía?
¿Valió la pena conferir nuestras manos a otra obstinación?
Si detener la marcha conlleva infortunios.
¿Prorrogarla hacia dónde nos conduce?
Ningún conjuro vuelve a poner en su sitio lo que aconteció.
Al extraviar el verso se tendrá que escribir otro
aunque la propia sombra sea quien lo lea.
Un hombre que abandonó su casa,
le queda custodiar la barca que lo trajo
y restaurar con sus manos lo poco que aún le pertenece.
XVI
¿Qué vamos a decir, a quién vamos a culpar?
Vivíamos atrincherados bajo una amenaza
que no llegó a cumplirse.
Nunca dormimos dentro de un cráter.
Ni bajo la letanía ensordecedora de los cañones.
Distantes hemos estado de las llamas que arrasan.
Debimos sepultar los mejores años
sosteniendo la pancarta del heroísmo
que se deshizo de tanto reescribirla.
Aplaudimos a los imperios que nos estrangulaban.
Defalcamos a otros que pretendía vernos crecer.
En la conciencia pesa el fraude
de un gratuito replicar de campanas
que celebraban la derrota de un adversario que nunca presentó batalla.
Al permitir la existencia de la alambrada que nos dividía
perdimos la infalible ruta que nos haría trascender.
XVII
Pronto vendrán las fieras a imponer silencio.
Los peores hambrientos no son los que piden comida
sino aquellos que te arrebatan el alma,
y si no está atento, la devoran.
Guarda al potro que nunca viste
pero su trote te ha despertado.
Ahuyenta el deseo de no seguir con vida
porque en cualquier recodo hallaras quien te la devolverá.
La bienaventuranza no es un oprobio mientras cabalgue en tus sueños.
Aunque las piernas se revienten por el peregrinaje
siempre habrá un palmo de tierra donde descansar.
Hay cabida para los que han sido vapuleados.
No detengas la marcha,
imita al corcel enredado a los muros de espinas, puede que sangre,
puede que escupa desaliento de todo lo que acontece
en su indomable empeño por recobrar
los territorios que creía haber perdido..
XVIII
Dejad que el caos sea la gota
que al multiplicarse origine los mares.
Dejad que del jardín anegado nazca la figura
con un seno que nutra
y otro que se haga tibio
cuando los dedos lo rocen.
Redime el cuerpo que será abono
para que en la fermentación emerja la otra carne
que luego será devorada.
En las sucesiones y las rupturas se establece
la higuera que enreda y hace suya al Universo.
La demencia del hombre consiste en escrutar
las finalidades por la cual el resplandor nos hizo.
Ante la inmensidad, es preferible desistir a las preguntas.
Vivir y acariciar la hierba, desnudarse y ser pez y agua.
Soñar sin desvelar la razón de los sueños.
XX
Dejad la faena, dejad de remar.
Siempre hubo una justa cabeza cercenada
sobre la mesa de los poderosos
Y un índice que apuntaba hacia la mancha del otro.
El que acusa lo deslumbra
la serenidad del hombre
que presiente que no volverá a respirar.
Estuvimos condenados sin saber la condena.
Por esos desatinos, hundo el rostro hacia la anchura de mi amante
para imaginar que sin sobresaltos
vuelvo habitar en el cinturón de los mares.
Pronto encanecerá el sembrado.
Inevitable el ocaso se acerca.
Dejad la faena. Dejad de remar.
Túmbate en la planicie. Aprovecha lo inevitable
que viene sin saber de dónde viene.
Para descubrir el pecado, es necesario besar
los dedos en la mano de quien lo perpetró.
Hubo escisiones,
también la aguja que recompuso la carne
y un afilado sable que se hundió en el pecho
para que no olvidáramos lo precarios que fuimos.
XXI
Al amigo Noel Cabrera por las advertencias
Desnudo vagamos por la tierra y desnudos salimos.
Al esperar lo nuevo se establece el tejido que envuelve al misterio.
Al despedirnos del que retornará con otra voz y otro cuerpo,
profesamos el inequívoco curso de la vida.
Juego de almas, si es que existe el alma.
Juego de vanidades, si creemos alcanzar
la última materia de lo imperecedero.
Somos alabardas del molino, disfrutemos entonces del viento.
Somos la gota que fecunda lo que habita en el receptáculo,
abracémonos mientras perdure la llama de nuestros cuerpos.
La imperfección radica en derrochar la brevedad en esta travesía.
Malgastarnos en balanzas y preceptos.
Todo pasa, amigo mío, menos la montaña.
Pretendemos medir el polvo
sin presagiar que somos menos que eso.
XXII
Acércate,
¿dime cómo fueron las últimas noches en la ínsula?
Declara ante el templo que todo hombre lleva
a cuántos amigos perdiste
y cuales ahora son irreconocibles.
Acércate, porque hay palabras
que deben ser dichas en tono bajo,
como si se le hablara a un padre ya anciano
y henchido de malos presagios.
Acércate, quiero ver tus ojos,
que son también los míos
y los de nuestros muertos.
Que tu boca roce mi oreja,
para que lo que digas no se disipe
y raudo entre en mí,
como quien sigiloso transita
por ese riachuelo que divide la vida.
XXIII
Soy madero. Uno mas que se asoma en la noche.
En las ramas cuelgan en oscilante ocio
las frutas que caen y se fermentan.
Hondo en la corteza habita el bálsamo
que sana la piel y restablece el vigor de amarte.
Quien me iguale lo sacudirá el viento.
Sabrá de inclinación y ruptura.
Querrá ser fuego que no queme .
Bestia, dios, hoguera de espigas.
Contempla los pájaros picotear hasta crear un surtidor de aserrín
que al amanecer estiban caravanas de hormigas.
Soy madero y a todos sin distinción resguardo.
Luz que verdea cuando los amantes se tumban en lo profundo del bosque.
Soy el madero de cuya cabellera hacen los hombres cruces y afiladas estacas.
Ámame mientras dure la belleza visible de mi sombra.
Talla tu sexo en mis raíces.
Abraza el puente cuyos cimientos atañen
a los talados troncos que a veces sangran.
Mira desde un tren en marcha el verdor de cuyos arcos
se enarbola la quietud que nos hace vivir.
Aguarda la lenta ascensión porque en esa inevitable ruta haré una pausa
tocare con dóciles golpes los ventanales del aposento
para confesarte una vez mas mi postergado amor.
XXIV
He caminado errante y confidencial,
por llanuras donde el ramo carmín
fue abandonado entre las cenizas.
Marche por ciudades inhóspitas
donde el búho posado en la aurora
no era un depredador, sino visión exacta
en los arcanos pavores del centinela.
Qué se puede hacer si ya muy poco nos pertenece.
El prelado en el pulpito instiga a rezar
para que la columna del odio no nos devore.
Un mercader agazapado en la esquina,
venderá oscuros lentes donde ocultar la vergüenza
de comportarnos a perpetuidad como arrogantes dioses.
Todos harán algo antes que surjan los profetizados jinetes.
Imposible resarcir la complicidad
con la creación de un frívolo espectáculo.
Las manchas del pasado no son sábanas
que se secan bajo el radiante sol del verano.
XXV
Que no me dejen solo en medio de la muchedumbre
que se concentra en la plaza.
Que no me quiten el puñal que a su tiempo abrirá mi cuello.
Cualquier especulación con mi destino final
es contradecir los caprichosos juegos de Dios.
Le temo a los que con tambores anuncian que irán a salvarme.
Cuidado con las serpientes que se deslizan
por las mentes de quienes las invocan.
Que no me abandonen frente a los puertos cerrados
en el inevitable maleficio de las guerras que se avecinan.
Comprenderme, soy un abatido escriba
que ha perdido la memoria de tanto glorificar
la indispensable lucha contra el olvido.
No tengo grandes pasiones,
apenas recuerdo la noche a quien seduje casi desnudo
en una gélida glorieta de un parque.
Cuando la esperanza se anida en la evasión,
y la existencia se quebranta por el hábito de la mentira,
ninguno de nosotros será salvado.
Sabían la ira de los labradores
cuando sin compasión incineraban los campos.
Mataron de mil maneras al que llevaba entre sus brazos
el bolso invisible de la compasión.
Rompieron con terquedad el fluir del agua
que demanda la tierra para la ascensión de los árboles.
Los terraplenes sepultaron al mar,
y ahora el manto coralino
donde buscan refugio los peces ha quedado estéril.
Demasiado tarde para el arrepentimiento.
El que sostiene la lista de culpables puede que también lo sea.
Y quizás tampoco será salvado.
Nuestro planeta se desmorona como trozo de pan a la intemperie.
En este estado de cosas hay quienes solicitan un poema
que enfrente y derrote tanta demencia.
¿Habrá algún asalariado que lo escriba sin que le tiemble la mano?
¿Será posible un texto que mitigue la maldad acaecida,
un texto baladí, sin trampas, ajeno a las masacres,
que navegue sin atracar en esos puertos aferrados a una lágrima?
XXVI
A menudo pensé inscribirme a sus pechos.
Eso fue antes de conocer sus pechos,
eso fue antes de conocer sus manos
y mucho antes de entrar a su boca
o vagar mudo en la frondosidad
por donde corre el agua
y retumban como bronces sus gemidos.
A menudo suponía que existía esa mujer
que caminaba descalza sobre la hierba
y llegué a confundirla con una piedra que cae de otra
y creí que aquellos ojos eran sábanas apacibles
que despliega el mar
cuando en invierno
buscabaa los que ya no podían tripular la nave.
Antes de conocerla.
La Vida, mi vida, era confusa y cruel,
ahora que me aproximo a lo que sabía que iba a encontrar,
la vida, mi vida, sigue confusa y cruel,
pero con el vientre suyo frente a mis ojos
que desvanece al menos por algún tiempo
esas confusas y amargas visiones.
XXVII
Búscala en lo que abandonaste
y en lo que ahora has heredado de otros brazos.
No te detengas,
la barca espera hasta que decidas cruzar hacia la otra orilla.
Ponte alegre cuando llega y diga que eres interminable
y la dejas habituada al canto que se forja en secreto.
Invítala a que escuche la respiración
de las otras huellas que creíste haber perdido.
Mírala en la otra vida, incluso en el lecho del otro.
En ocasiones, la forzosa rutina que sin misericordia
el destino nos impone, se ilumina
tan solo al cortar una cebolla.
Anímate cuando en el patio juega con los hijos
a ser árbol, semilla, o pez.
No tales antes de tiempo al madero,
no te precipites en la vehemencia.
No hay nada que puedas perder
porque casi todo lo has perdido.
XXVIII
No sé si te ocurre, pero en ciertas noches
cuando irrumpe en la casa el silencio,
me excita pensar cuanto la amábamos.
La mirada serena, el aroma a castaño
que germinaba en la cima del vientre.
El dedo deslizándose hacia lo alto del pecho.
Obsequio múltiple que vino de la costa,
que llegó de otra época,
cuando los jóvenes se alegraban
tan sólo formar un coro en torno a una fogata,
cuyos destellos nos quemaban
como si vinieran de las entrañas de un innombrable Dios.
Tibias eran sus piernas,
negras las trenzas que se hundían en el pasto
donde el ganado solía correr.
Labio que bebía del otro,
sudor que anegaba las sabanas picoteada por el verano.
Fue casi al amanecer cuando el sable nos separó.
Desde entonces ninguno volvió a estar tan cerca.
Evocarla, es retomar el esplendor de aquellos trovadores
que todavía le cantan a esa ciudad nuestra
para que nunca pase al olvido.
XXIX
Has tardado,
y creció detrás del muro un frondoso árbol.
Esperé, y la brisa de los inviernos que transitaron,
proveyó suficiente paciencia
para que el sortilegio que creía vencido
tramara al gentil animal que ahora soy.
Has tardado, y en esta prolongada pausa
creí que nunca llegarías,
o que cuando estuvieras presente ya no te perteneciera.
Confundí los sitios y a la gente,
troqué el cuerpo del bien, con el del mal.
Así me hice viejo, frágil y estorbo de mí.
He visto la fugacidad, y lo que se eterniza
tan sólo para poner en orden
cada palabra que diga cuanto amé
y a cuantos amores por ti hube de renunciar.
XXX
Las he visto en los cuatro puntos cardinales,
paradas en atención como si esperaran la llegada de un caudillo.
He hablado con ellas sobre el reloj
que mide las quimeras de algunos hombres
cansados de amar y ser traicionados por haber amado.
He hurgado con pasión sus imperceptibles rincones
cuando se presiente que mañana será el último día.
Las observé detenidamente frente a monumentos
y jardines colosales, de todas las edades.
Ardientes morenas que emergen de los palmares.
Nórdicas impregnadas al olor del tigre blanco que las añora.
Las de cuyos labios son como rosas rendidas a un ensueño.
Las que sus torsos arden
y saltan a las limusinas que parecen sarcófagos.
Conversé con sus hijos en tabernas que cierran al amanecer.
Humo y naipes. El regocijo de no hacer nada.
He tomado café con los protectores, que querían convencerme
que en los arrabales que nunca aparecen en los mapas
caminan las únicas que muestran espléndidos atuendos y se conmueven
por la desgraciada vida de los perros y las de ciertos poetas.
Sin embargo, no hay otra como aquella cuyo rostro no logro borrar.
Nadie me la presento. Supe de ella por el olor a uva quemada.
El rasgado de sus ojos,
la compasión frente a quien muy poco le podía ofrecer.
La distancia y el tiempo hacen sublimes los recuerdos de aquellos encuentros.
Se borran las manchas. Se vuelven nobles
las horas perdidas en la desmesurada lujuria.
La recuerdo. Siempre la recuerdo, como un suspiro que apenas se siente.
Delicada como cúpula flamante de una iglesia.
Bebíamos sangre de toro
y sentados sobre el rojo tejar
adivinábamos como serian las casas en la otra orilla
Las piernas amarradas a la luna.
Su cuerpo a mi lado como quien busca refugio.
Y más abajo, incomparablemente tibio
aquel anillo donde solía ofrendar mis canciones.
XXXI
A veces grito en un rapto de rebeldía:
Que desfilen las meretrices por las colosales avenidas.
Que muestren los pechos calados por el sudor y el ultraje.
No importa que los venerables desde la tribuna se sonrojen
y dicten a sus guardias que saquen los sables
y les tapen los ojos a los niños
para que no distingan a sus madres marchar
junto a ese exuberante ejército.
Ellas son la patria, el himno y las estatuas,
cada arruga, cada marca en la carne
valen más que cien constituciones.
Eso lo saben los guerreros
al arribar cabizbajos a sus casas vacías.
Eso lo saben los mercaderes en el atardecer
cuando nadie acude a sus tiendas.
Dejad que transiten.
Que duerman sobre los mármoles
y se confundan con las que nunca han sido tocadas.
Ojalá que el palacio del que se cree soberano se vuelva un burdel
para que los ciudadanos recobren la sonrisa.
Que todos hagan el sexo y ellas los devoren
y el caos sea visible para que las faltas del hombre
no tenga un doble rostro.
Que caminen con guantes de terciopelo
y empiecen a estrangular a los ingratos amantes.
Que vayan juntas las que no pueden mantener a sus hijos
con las que alegres beben el buen vino asomadas a los balcones.
XXXII
No importa el tiempo.
La semilla oculta bajo la calcinada tierra, nunca muere.
Circula por las venas de los hombres que la hicieron suya,
se multiplica en el albor que imaginábamos se había perdido.
Los que una vez creyeron
encontrar la paz necesaria,
retornaron a la costa donde esperaban el regreso del juguete divino.
Confiados estaban los que creían necesario limpiar hojarascas y espinas
para volver a jugar descalzos en el ancho parque.
Prometían cuidar que no hubiera desamparo
Prometían una plaza sin los horrores engendrados en el silencio.
Arribaron desde los confines los que ya no creían
en los caudillos recubiertos por inservibles medallas.
Los hostiles a los que hacen de la existencia una caja de caudales.
Viejos y jóvenes.
Meretrices, guerreros derrotados, desamparados de todas las épocas.
Magnates que arrojaron las riquezas al abismo
arrepentidos de la pobreza de sus almas.
Luchar, luchar, replicaban,
contra el autómata que mata la identidad de los sabios
tan sólo porque alguien desde la penumbra
incita a que prevalezcan sus caprichos.
Posesos del alba, posesos del leve resplandor
que se filtra entre las nubes
cuando se agolpa en torno a la tormenta que se avecina.
Amenazados por tanques y puñales,
apaleados por los cadetes que han nacido sin conciencia de sus actos.
Quizás será la última señal. Decían. Quizás sea la definitiva.
Y en ese día, imaginaban sentir la lluvia de vida caer sobre sus cuerpos,
que estarían junto al valiente sauce
que toma asiento en el vórtice del huracán
para encontrar la anhelada Eternidad.
XXXIII
Las estrellas son iguales en cualquier parte.
Seguirán con imperturbable silencio
envueltas en el mantel que entretejen las nubes.
Intranscendente es cruzar
en carros descapotados por elegantes avenidas.
Las pretensiones de convertirnos en todopoderosos,
no cambia el itinerario de las grullas
cuando por natural instinto
construyen sus nidos en inhóspitas colinas.
Ah qué pena de aquellos que se dejaron arrebatar su tierra
y ahora aspiran hacer lo mismo con la de los pueblos vecinos.
Quienes con trivial júbilo celebran la muerte de aquel que con sus actos
impidió las ilusiones mas preciadas de un pueblo,
no alcanzan a comprender el repetido ciclo de la historia.
Vendrán otros déspotas con máscaras complacientes
que no tardaran en poner el dogal y la mordaza.
Nunca en las manos de los tiranos,
hay ramos de flores sin afiladas y envenenadas espinas.
No escuchamos, nunca escuchamos,
apartamos al emisario cuando advertía del maleficio que se avecinaba.
Y ahora atormenta extraviarse lejos de donde nacimos y pensábamos
que algún día íbamos con sosiego a descansar para siempre.
XXXV
Las damas conversan en el salón.
Hablan de la hoja que se arrastra por la brisa de un sorpresivo otoño.
De la voz del ahogado que no dijo cuanto amaba el mar que lo hundía.
De las copas que vibran al chocar cuando se bebe el amargo vino de los pobres.
Lo esencial es hablar, no importa que los otros
no las escuchen y queden en silencio.
Lo que ignoran aquellas Damas,
que El Diablo portaba en sus manos una Oz
con la cual cercenaba los cuellos de los nobles.
Dios, por su parte, sostenía un martillo con el cual
machacaba las cabezas de los que se rebelaban
de su implacable y eterna presencia.
La bandera de la Oz y el Martillo se hizo temida y despreciable,
incluso, para aquellos que ufanos las mostraban en sus pechos.
Lo que no saben esas Damas que conversan en el salón,
que hubo un estado de confusión donde todo se trastocó.
Las divinidades ya no eran las que se vivificaron.
El pastor dejó de velar al rebaño y en los bares
se lamentaba no tener suficiente lana para abrigar a sus hijos.
El arquero tensó gotas de su llanto
y demostraba a quienes lo admiran,
que con lágrimas nunca se puede derribar a un jaguar.
XXXVI
Una vez vi a un grupo de estudiantes apedrear a un profesor.
El hombre en el suelo los miraba como si aquello
que perpetuaban aquellos estudiantes no fuera cierto.
Luego clavó sus ojos a la estatua de un prócer
que parecía indicar con el brazo señalando el horizonte
lo inquietante incierto que puede ser el futuro.
Nada pude hacer por aquel indefenso que se desangraba.
Miedo, instinto, no lo sé.
En otra ocasión, desde el vagón de un tren
que había detenido la marcha en una estación,
contemplé a unos soldados
aplastar con sus botas la cabeza de un hombre.
Los turistas con sus cámaras tiraban fotos como si captaran
el verdor de una apacible campiña.
Mientras algunos muchachos asomados
desde las ventanas del vagón, gritaban:
Aplasten a la rata, aplástenla hasta que sangre.
Igual que otros pasajeros, viré la cara para no ver la escena.
Miedo, instinto, no lo sé.
Ha pasado mucho tiempo de aquellos acontecimientos.
Hoy habito en una casa frente al mar
y descanso en una cómoda poltrona
A veces contemplo a mi mujer tomar el sol en la terraza
donde oye la banal canción de un trovador.
En muchas ocasiones le he digo
que la rutina de una confortable existencia
puede hacernos cómplices de la barbarie que prevalece
entre mucha gente de ciertos pueblos.
Pero ella no entiende de que hablo, me mira sorprendida.
Piensa que he perdido la razón, no la reprocho.
Dada su reacción, me refugio en placenteros ensueños
que alivian en algo mi permanente soledad.
Viene a mi, el fugaz esplendor de una garza
que revolotea en los bordes de la rústica caja del agua.
Escucho el aletear del murciélago cuando rompe el enrejado
que cubre su madriguera, con el propósito de aunarse
a los misteriosos designios que tiende la noche.
XXXVII
He visto cruzar una rata que acarrea entre sus dientes
el cuerpo desmembrado de una alondra. Las criaturas por muy pequeñas que sean
muestran el trofeo de sus jornadas de exterminios.
Quizás ocurre algo semejante con una dama que viste ropa suave y lujosa,
Que se sienta frente a mí en el aeropuerto de Malpensa,
mientras hace que lee un libro.
Pero sospecho que nunca lee ningún libro,
sino que aparenta hacerlo,
y vislumbro que es, o puede que sea,
otra pequeña y furtiva depredadora que transborda
cualquier residuo de sus batallas cotidianas.
¿Sabes cómo es el alarido del condenado
cuando lo arrastran hacia el paredón? Le pregunto.
No me responde.
Me mira aterrada como si estuviera a punto de asaltarla.
Supone que soy un tipo que quiere hablar
de una tragedia que nunca será suya,
y por más que la conmueva tratara de no terminar de escucharla.
Posiblemente piensa que soy uno de esos trastornados
que andan por el mundo con un pasaporte
sin una patria que lo identifique,
y si así lo piensa, tiene razón.
El documento que llevo,
tiene estampado una advertencia de que casi no existo.
En las aduanas los uniformados me detienen y preguntan:
¿para dónde voy, por qué salgo, por qué regreso,
en cual punto de la geografía se halla mi hogar?
Y cuando les digo que no tengo hogar,
Y cuando les reitero que no sé si poseo suficiente osadía para escudriñar mi vida
Que no estoy seguro si soy un vencedor porque no he enumerado todas mis derrotas.
Que encuentro un extraño placidez en habitar en una casa abandonada,
o disfrutar del calor que guardan los jardines deshechos.
donde converso conmigo mismo
y repaso todos los los viajes que fueron siempre interminables.
Sin ningún propósito, sin ningún resultado
como suelen pertenecer a los que por fin
han recuperado lo que pensaban era su inalcanzable libertad.
XXXVIII
Cuanto horror albergan las que sepultan a sus hijos en las márgenes del vertedero.
No son venerables que levitan para alcanzar la gracia.
Sus huesos son endebles ramas que sin compasión el viento arroja.
Poco hay que festejar delante de esas apariciones.
La miseria no gusta ser mostrada,
deambula oculta detrás de las vallas
que a la entrada de los aeropuertos anuncian prosperidad.
Frente a ellas, silencio, disimulo,
quizás unas monedas y salir de prisa
para que sus miradas no se vuelvan clavos corroídos
que se tatúan en la conciencia para que no las olvidemos.
¿Quién las arropará cuando sobre la piel
se haga firme la nieve que viene del norte?
¿Cuál noble cerrara las heridas que las martirizan?
Ella y su hija gris. Ella y su hermana gris,
delante del grisáceo cielo,
detrás del harapiento que desciende desde la montaña
en busca de láminas que le sirvan de techo.
XXXIX
Cuando entreabras la puerta,
encontrarás a una tropa de niños desguarnecidos,
y pensarás que es un encantamiento
fraguado por aquellos que pretenden que no descanses.
No, esos hijos del páramo
desde siempre han estado asechándote.
Sus manos aferradas a los bajos del pantalón,
han implorado un bordado de afecto
que haga recuperar la sonrisa en sus rostros.
Asómate a la calle, asómate,
sólo un instante, no hay que temer.
El piano blanco, los leones de bronce que señalan el territorio de los poderosos,
el arca y los ensueños, no han sido removidos.
En ese despertar
puede que escuches el gemido de alguien
que perdió su casa y a sus descendientes
en una guerra prolongada que tú pagaste
y llegaste a creer que era inevitable.
No conocerás a un tipo que llora porque no es tu vecino.
Tampoco sabrás quién es el banquero
que malgasta su fortuna en los casinos que se han levantado
en las márgenes apacibles de ciertas playas.
Y si te adentras donde moran los que nunca levantaron la voz,
definitivamente comprenderás que no perteneces
a la nación dotada de grandeza que exaltaron con orgullo tus maestros .
XL
Estuvo cerca del ojo plateado,
y nadie fue testigo de su llanto antes de retornar a la Tierra.
El jubilo que le prodigó su pueblo a su llegada,
las condecoraciones que le obsequiaron.,
ya poco importan.
Fue testigo de las lámparas encendidas por los dioses,
Fue testigo de los cofres que guardan los muertos
en las planicies de lejanas estrellas.
Un campesino siempre es un campesino
aunque halla amado tan solo en un instante
la cabellera que despliegan los astros en su misterioso baile.
Ya poco importa.
Si lo hubieran dejado un poco mas en las alturas
hoy no estuviera en una remota parcela
amansando a los salvaje gansos de los generales derrotados.
Duele como transcurre el tiempo,
Duele cuando se conoce al menos por un instante
el vértigo de luces que engendra el Universo.
Ahora el traje de héroe se desgaja,
las estrellitas en la charretera pierden su brillo,
los titulares de los periódicos que elogiaban su proeza
se apilan adentro de una caja de zapatos.
Nadie al verlo le preguntara que vio y que sintió,
porque muy poco puede explicarles
a esos habitantes de una tierra que se desmorona.
Vuelve a ser el muchacho que domaba caballos al amanecer.
Vuelve a encontrar la sensación de quien posee una feroz soledad
cuando camina por la verde espesura de los cerros.
Los padres mueren agradecidos.
Los hijos crecen y se despiden lacónicos v distantes.
La novia empieza a marchitarse
sin haberle confesado los enigmas que acosan a un hombre
cuando gravita en la inmensidad.
XLI
El mal adquiere verbo cuando con insistencia se profesa su existencia.
Así surge la visión creada desde los tiempos remotos
cuando los hombres confundían a las bestias con sus muertos.
El maligno siempre estuvo, nunca salió, nunca entró.
Su ausencia puede que sea el vacío.
Quien salta al vacío se libra de las interpretaciones.
El mal apunta a la vastedad subterránea
donde se conjetura que es y será su morada.
Pero en verdad no hay direcciones
que lo emplacen a un paraje específico.
Se mueve por los corredores de la codicia.
Enciende sus llamas en los fogones de Dachau.
Quien pactó con los radiantes cuernos,
se mece en la hamaca de las deseos
de donde afirman algunos monjes proviene toda desdicha.
Cada criatura concebida traslada consigo la casa del mal.
¿Y la del bien?
¿Acaso se perdió cuando renegamos del Hombre Sabio
que con infinito amor nos la quiso preservar?
XLII
Soy un soldado que camina cuadras y cuadras
con un rifle de palo en los brazos.
Muestro sobre el pecho las medallas
que el tiempo y la intemperie han corroído.
Dicen que ya no sirvo.
Ningún oficial volverá a exigirme:
Derrama tu sangre,
olvida la huerta donde una mañana sembraste aquellos cerezos.
Entrega la casa de adobe
y la cama donde acariciaste a tu primero y único amor.
Dicen que la demencia me impulsa a escalar la montaña
y excavar el sitio donde creo que los fusileros,
por el gozo de acabar con la inocencia,
trazaron un surco en la carne de aquellas labradoras
que, atrapadas en un combate, amamantaban a sus hijos.
Ya no me preguntaran donde hallar la mariposa
que entró por la boca del cañón.
Pocos hurtaran los recuerdos que se conglomeran por las paredes
de los cuartos donde a veces pernocto.
Dicen que deberían recluirme, que un hombre
en esas condiciones no debería estar libre.
Pero no impedirán que escuche el aullido del lobo frente a la fosa.
La goleta de los que han caído muy pocos la recuerdan.
La bandera sobre el ataúd no le quita el sueño
a los cobardes que me reprochan.
¿Y que le puedo decir a la viuda que pregunta
donde depositar la insignia del que nunca volverá?
Dicen que ya no sirvo,
pero ahí están los hermanos tendidos sobre la negra planicie
hacia donde voy casi a rastra, dispuesto ahuyentar a los ávidos buitres
que se afanan por devorar lo que ha quedado de ellos.
XLIII
Todo cae y se acrecienta.
Caen los ángeles sin importarle que su caída
encarne la inclemencia de nuestras apreciadas quimeras.
Caen sobre los bosques de donde surgió
la hidalguía que enarbolan los ciervos.
Caen con el propósito de que los hombres
aspiren a sentarse bajo las sombras invisibles de sus alas.
Caen porque así cayeron
leones de alabastro que ostentaban los imperios
para demostrar su férreo poder.
Caen y no volverán a ser contemplados
porque la esencia de cualquier acto que atribuimos divino
perdura en todo aquello que desaparece.
Lo que cae, sin dilación, asciende con otro nombre,
en un ciclo que preserva y devora.
Con la ascensión se restablece lo insólito.
Se renueva la sin razón con la cual se ha escrito buena parte de la historia.
Las tinieblas de la duda provocan las contiendas que calcinan la tierra.
Pasta el ganado en los brazos de falsos dioses venerados.
Al parecer los hombres no pueden perdurar por mucho tiempo
carentes de disparatados ensueños,
porque si así fuera, sucumbirían por falta de no crearlos.
XLIV
He regresado y descorro las cortinas
para contemplar lo que queda de esta irreconocible ciudad.
He vuelto a caminar
por aquel mercado donde se enamoraban los adolescentes
sin la malicia que luego las turbas con sus banderas impusieron.
Vuelvo al sitio donde mi padre levantaba sacos de peces
y el sol alumbraba los tomates
sobre las cestas tejidas por invencibles ancianas.
El mercado abría las puertas al amanecer.
Los tenderos salían a encender sus pipas,
y el humo invadía los portales,
y penetraba por las ventanas
para quedar suspendido en ondulante danza.
He regresado y no soy el mismo, ni por dentro, ni por fuera.
Lavaron el pasado los que construyeron el patibulo
destinado a lo que hubiera podido ser perdurable.
Muy poco prevalece.
Apenas hay reliquias que alienten a un abrazo.
Desalojaron los signos que nos hacían caminar como ilusionados semidioses.
Vaciaron las calles convirtiéndolas en laberintos.
Vuelvo a las ruinas porque formo parte de ellas.
En ese retorno hay que ponerse una mascara
para que no te vean llorar.
Ya no soy lo que fui, ni seré lo que aspiraba a ser.
Ni por dentro, ni por fuera.
Con humildad soporto el zumbido de las moscas
que giran en circulo sobre la basura apilada.
Y en el parque un framboyán apunto del desplome me pregunta:
¿quien soy, de donde vengo, por que tal amargura en el rostro,
cuales son las razones del silencio que me envuelve?
Ha habido mucho dolor,
ha habido muchas lágrimas salpicadas en lejana tierras,
debía responderle, pero callo.
Voy con el atuendo de huésped
a esos parques habituados a la melancolía del olvido
donde una ves hube de adquirí el preciado ensueño de ser amado.
En la madruga, el ronco canto de los gallos me despierta.
He quedado en la oscuridad con tres copas de bacará sobre la mesa de roble.
El cuadro del Sagrado aun cuelga en la pared,
y mis descendientes nunca han leído los textos de ese proscrito Mecías,
Otros cuerpos se tumban y retozan en lo que fue mi lecho.
El que extiende su mano para pedir unas monedas
no reconoce que en un tiempo fuimos buenos amigos.
He quedado con las desesperadas obsesiones del viajero
que no reencuentra las tumbas de sus ancestros.
Una lámpara que cuelga del techo,
sabe que no volveré, sabe que no seré testigo
cuando la viga que la sostiene se quiebre
Escucho su llanto cuando a sus lagrimas la roza ese viento
que proviene de la última dotación de un mundo que ya pronto desaparece.
Ciudad de la Habana 2017-2018
ABEDUL A LA ORILLA DEL CAMINO
A la memoria del cineasta Andrei Tarkovsky
Transita la noche.
El sabio se inclina ante la cruz.
Su mujer duerme y no lo espera a que venga a su lado.
La hija parece una piedra
sobre el amplio mapa de las hojas.
El otro descendiente, enmudecido y pequeño,
atraviesa las paredes y como un navegante
busca el carrusel y la luna,
que no son más que cirios encendidos en su imaginación.
El Sabio presiente que la humanidad pronto sucumbirá.
Que un rayo decapitará cada cabeza
y nadie tendrá la suerte de renovar sus cantos.
Hay Silencio en esa residencia, hay silencio.
Frente a la inmensa lobreguez que se avecina,
la duda lo cubre, lo transforma, lo hace imperceptible.
En esa noche hubiera querido la presencia de la hechicera
que en un juego de ángeles
lo hacia volar por las huellas de su pasado.
El Sabio implora:
"Oh Dios que derribas los muros,
y cuelgas al delator y al delatado en la misma soga.
Haz que no se derrame el exterminio
que en las escrituras fue prometido.
Tú sabes mejor quien es el culpable
y quien nació para preservar el verdor de los campos.
Tú nunca mientes, quizás porque no hablas.
Colocaste cuidadosamente los caminos que se debían transitar,
y soberbios nunca admitimos que existían.
Por ti he visto como se corrompe la vida
en la fatua presunción de los necios.
Supe la solidaridad en la celda,
que es más que el oro y el diamante,
que es más que el puñal y un revólver,
que es más que la estatua cuyos ojos intimidan.
El mensajero que nunca trajo noticias
ahora me entrega los pergaminos del fin.
Tú sabes como detener el vuelo de los halcones,
y a la salida del sol, estemos frente a frente,
fluyendo sin secretos, ni pavores
sobre esta roca grande que gravita entre tus brazos.
Te entrego la flecha para que desgarres mi pecho.
Te entrego el lanza llamas que haga cenizas el aposento
en donde supe tu verdadero nombre.
Quien mandes que corte mi cabeza que de nada ha servido.
Quien invoques, que borre la poca luz
que puede haber en mi existencia.
Si estos ruegos no te sirven.
Quemaré esta casa y todas las pertenencias.
No tengo más. El árbol que hiciste crecer ya esta desnudo…"
No hay mejor momento para saldar una deuda que una mañana.
Desde la ventana contempló a la familia en el jardín.
Todos sentados alrededor de una mesita con humeantes tazas de café
y vestidos con ropas de fino hilo.
Charlaban despreocupados acerca del equilibrio de los patinadores
en el próximo torneo de invierno.
La madre, la hija, el médico
y la diva que entonaba con cadencia la ópera de los gavilanes.
Oh entrañable Pushkin, dijo al verlos,
que rápido olvida el hombre los bordes de su precipicio.
Luego prendió fuego al velo
que la hilandera hubo de bordar su nombre.
Rápido las llamas se extendieron.
Nadie lograba admitir que el mapa de los símbolos sagrados
que pintaron los apóstoles fuera ceniza.
Ni el gramófono, las partituras sobre el piano y el extenso tratado
acerca de las mujeres en las islas, desaparecieran.
Encerrarlo, que desaparezca, siempre fue un desaforado
que mereció el calvario en las estepas.
Vociferaba su familia mientras el Sabio huía por la planicie.
Después de su muerte en un aislado sanatorio,
el hijo acudía cada mañana al abedul que juntos sembraron.
No es mi tiempo, decía, mientras lo regaba.
Apenas alcanzo a tocar las primeras ramas.
Por un instante en el fondo de la escudilla
el niño vio reflejado en el agua sus ojos.
Eran bendecidos y apacibles como los de su padre.
CEREMONIAS DE PUENTES Y MORADAS
He cruzado el puente de una tierra que promulgaba ser Imperio.
Lo rebasé en la noche, cuando los candiles apagados
auguraban la muerte de un ídolo
ahora confuso y distante en la memoria de aquellos
que con sumisión lo glorificaron y obedecieron.
Fijados a los barandales están los candados del eterno amor.
Cada mañana los herreros municipales
cortan con pinzas esas cerraduras y las tiran a la corriente.
Entonces la fidelidad se escurre en las aguas verdes,
para finalmente adherirse al lodazal de las desembocaduras.
Mientras me alejaba vislumbré a los trompeteros
que esperaban a que la marea bajara
y que el curso de nuestras vidas fuera reducido al silencio.
a Ildiko Hercia
Aquel puente fue la ceremonia de un invierno
por donde cascadas de lunas crujían con tal intensidad
que arrancaban de golpe las pocas flores de nuestros años.
Aquel puente donde moran las sierpes vestidas de novias
que se enredaban a los tobillos del caminante
que moría al instante, sin darse cuenta cuanto las amaba.
He sido un puente capaz de resistir
la vertiginosa marcha de los trenes victoriosos.
Uno por donde cruzó la desidia y la necedad de los jóvenes.
En cual se refugió la hacedora de consignas,
que miraba al mar sin saber que lo era.
Un puente donde una pintora no perdonaba el silencio
en el rostro de su padre cuando lo trazaba en el lienzo.
Un puente a punto de quebrarse.
El que arroja a la corriente sus penas y las de otros,
el que vacía la deslealtad en el ultimo intento
por recobrar la confianza entre los hombres.
Al cruzarlo, coloca sobre la curvatura que trenza las orillas,
las ramas del sándalo y de la albahaca tierna,
que dicen los que auguran el futuro
devuelve los pequeños ensueños
de aquellos que nunca llegaron a ser escuchados.
Cerca de la Aguja Esmaltada,
que parece apuntar a los ojos de Dios,
se hallaban las pisadas de los prófugos.
Conozco esas cicatrices inscriptas a los muros.
Las huellas sobre el arcilloso suelo
y los ladridos de la jauría en la feroz caza del que huye.
He deslizado los dedos por paredones inmensos
de cuyas grietas brota el musgo rojizo
que en primavera con seguridad se deshace.
He conquistado puentes cuyos nombres me avergüenza recordar.
He bailado sobre ellos con esa alegría que se siente
cuando se seduce con cantos profanos
a una mujer que creía inconquistable.
Tambaleante brindé por amigos caídos,
sin pensar que hay otros que nunca se mencionan.
Si caes a estas aguas, nadie te salvara. Me dice una voz inquisidora.
Quedaras sujeto al mástil del buque
que navegó entre las guerras de todos los siglos.
Con el tiempo te volverás osamenta junto a los caídos en combate
y sabrás nombres de los escombros
de esa ciudad que ahora indignas con tus irreverencias.
Entonces desde las profundidad
sabrás la historia de un territorio colmado de monumentos
donde en la penumbra se posan vigilantes los cuervos.
Siempre existe esa voz que me reprende,
que se anuda a mi conciencia igual que la serpiente en un jardín de piedras
asfixia en silencio a un cordero.
Toda mi vida es un puente cuyo tránsito es una extraña equivocación,
quizás porque siempre busco y encuentro a la mujer que termina olvidándome,
al amigo que luego se vuelve traidor
o que traicioné cuando descubrí en él su deslealtad.
Desde la colina descubro el parpadear de doce puentes
ensamblados por cadenas que parten a la ciudad.
Desde allí se siente el sosiego de que por fin
han terminado las fratricidas contiendas.
No hay que temer.
El castillo tapizado por las hojas y la escarcha, se encuentra abandonado.
Los invasores se han ido, aunque no es seguro sí definitivamente.
Quizás pernocten agazapados al otro lado de la frontera,
y como es costumbre en ellos,
con la cadenciosa tonada de los acordeones,
lloren por la pérdida de sus antiguos territorios.
Siempre se necesita un puente para que
ocurra la añoranza de haberlo cruzado.
A mi lado se ha sentado una muchacha
cuya cabellera toca levemente mi hombro.
Antes de dormir dijo que se gana la vida en la ciudad
leyendo poemas a los ancianos.
¿Cuáles versos logran aplacar la soledad
que nos vence sin darnos cuenta?
Es probable que, por el mismo puente,
esa muchacha hubo de transitar abrazada a un varón esbelto y arrogante.
Pero su pasado no me pertenece.
Al otro lado del puente desapareció su rostro,
pero no el olor de los arboles de invierno impregnado a mi ropa
cuando comenzaron a transpirar sus pechos.
No olvides las caricias y los versos
que has depositado en una criatura pasajera,
no extravíes el tibio abrazo del rojo abedul
que en el largo viaje encontraste.
El amanecer es lo que perdura de una noche transcurrida.
Se yergue un puente arropado por la niebla que emerge del Oriente.
Puerta de Oro que pintan de rojo salmón para que sea visible.
Debajo de las arcadas, yace el mar acero
por donde se deslizan y asechan los escualos.
Nadie sobrevive a esas aguas,
sin embargo, con frecuencia mucha gente acude a ese puente, y salta.
El que no alcanzó a querer la anatomía de su cuerpo.
Salta.
Quien no puede cargar con su demencia.
Salta.
El que se va sin decir su nombre,
porque teme que lo condenen antes de tiempo.
Salta
El de piel cetrina que embiste los muros
cuyo propósito se colocan
para nunca creer en la tierra prometida.
Salta
El de potentes piernas capaces de recorrer
de un punto a otro lo que ya no será recobrado.
Salta
San Francisco, California 2002
Al otro lado del puente las mujeres esperan a sus hombres
anegadas de ansiosas ilusiones.
Alguna lleva a su hijo para decirle:
Mira, el de la cicatriz en la mejilla puede que sea tu padre.
Y el hijo no pone atención.
Prefiere contemplar un barco que cruza por las aguas pocos profundas,
con carga de enlutadas banderas y caballos heridos sobre la proa
casi listos a dar el salto hacia la agitada corriente.
A la entrada de ese puente que separa y une naciones,
los aduaneros registran a quien sospechan es un poeta.
Los versos a veces pueden herir
como si fueran afilados cristales rotos.
Vale más sembrar un campo de tilo
que llevar en la alforja audaces palabras.
Los aduaneros son estrictos en el cumplimiento de la ley.
No los conmueve el asustado rostro del poeta, ni su débil voz,
ni las callosas manos de tanto esculpir cada verso.
Lo tratan como si fuera un asesino,
y lo amenazan con ponerlo en manos del verdugo
que sentado en el recodo de la garita aguarda comenzar su labor.
Al poeta Leopoldo María Panero
y nuestro breve encuentro en el Parque del Retiro.
Creía que los aviadores nunca arrojarían con precisión
aquella metralla en forma de delfines
que hundían las estaciones ferroviarias,
arrasaban los palmares,
y luego, sobre el pasto,
se podía tropezar con las cabezas sangrantes de los bueyes,
los huesos calcinados de los anónimos transeúntes,
el ojo amarillo de un potro, la lengua pérfida del juez,
el culo de una gorda,
las patas encorvadas de la alimaña que no llego a tiempo al refugio.
La guerra nunca creí que pudo haber acaecido en aquella hermosa ciudad.
Y en un piso del antiguo Madrid,
los inquilinos que ya no existen, me hablaban:
Siempre hay guerras, hijo.
Siempre habrá bombardeos,
e infelices que cruzan las plazas envueltos en llamaradas.
Todavía está la ceniza que flota.
La del hermano que mató al hermano,
la del hijo que escupió a su padre
antes que cayera acribillado frente al muro,
la del que fue acusado falsamente de locura por quien lo amamantó.
Siempre habrá cenizas, volvían a repetir,
y rebeldes que cruzan los grandes torrentes
y suben a los escarpados con la boca de los fusiles
llenas de promesas que nunca se cumplen.
Y los inquilinos de aquel piso lloraban,
y cuando parecían haber recobrado el sosiego,
comenzaron hablar de cuando el pan era tibio,
y el queso, el vino, y el pozuelo aceitado, yacían sobre la mesa…
He habitado en muchas casas y en cada una
hubo un muerto que no quería abandonarla.
Casas que fueron mías y de otros,
pero siempre en cada una
deambulaba un muerto que hablaba de cómo fue construida
y cuanto amor depositaron los primeros que la habitaron.
He hablado con una iguana en una casa inhabitable,
confiesa el héroe desfigurado por la metralla en las afueras de Kabul.
Ella fue mi compañera cuando nadie quería mirarme a los ojos.
Ella sabía de mis suplicas para que
me devolvieran el brazo con el cual pudiera acariciar
los pechos de la mujer que amo.
Ella supo de la aflicción cuando se cerraron los portones de los templos.
Ahora voy hacia la otra costa donde me esperan ciertos tipos
con los que espero saldar viejas deudas.
Quizás ahí obtenga un certero disparo,
o una caja con medallas al valor que hoy de nada sirven,
pero al menos dan testimonio de quien he sido.
O quizás adquiera un huerto, eso si quisiera.
Uno con frondosos olivares, donde con otra iguana
espere la llega del inextinguible redentor
que quizás me salve del olvido.
En aquella casa había un amplio umbral con cuatro columnas,
que luego se agrietaron.
Y una ventana alta que daba a la calle
y en el centro del salón un piano..
Luego cuando los jóvenes decidieron escapar,
aquel piano flotó por muchos días por el océano.
Encima iba una muchacha que con ensañamiento
unos pájaros hambrientos la trataban devorar.
La muchacha imploraba
que alguna diosa le diera leche de sus pechos.
Que el dragón cediera sus largas patas para que sirvieran de remos.
Que el centauro con los dientes iluminara el negro horizonte.
Que las sirenas la empujaran hacia la otra orilla.
Pero ninguno de los invocados apareció.
Suele ocurrir.
Cuando desesperado alguien pide ayuda,
las verjas por donde entran las provisiones se cierran.
La tormenta azota los campos,
el carruaje se atasca en la vereda.
Tal parece como si Dios mirara hacia otra parte,
Y no escuchara, no escuchara.
Y así pocas cosas llegan puntual.
La existencia se somete al destiempo.
Lo que debía ser ya no es.
El gozo de la caricia mucho tiempo esperada
si por fin llega, ya resulta innecesaria.
Al poeta Esteban Luis Cardenas atrapado en su Ciudad Mágica.
En el piso de arriba alguien baila con su sombra
y así la honra antes de que definitivamente desaparezca.
Un solitario tipo sin rostro fuma
y el humo entra, ondulante, agrio, por las ventanas,
como el humo de un campo de heno cuando arde.
Abajo en un cuarto cuarteado por la humedad,
cruje la cama de una pareja.
Ella gime desconsolada y luego calla.
El jadea, balbucea algunas palabras, y se pone a silbar.
La pasión desenfrenada de esos amantes a veces no deja dormir,
pero hay quien en la penumbra se excita cuando los escucha.
La fetidez del cadáver de un anciano
que no alcanzó a llamar los servicios de emergencia
corta de súbito la fragancia que obsequiaron
los primeros días de otoño.
Dicen que no hay un final feliz
para los que habitan en esos edificios de ladrillos rojos.
De todos modos alguien afirma con vehemencia
que pase lo que pase, vale la pena vivir en un Imperio.
En esas noches amargas
confundo las voces de los amigos que ya no están
con el aullar de los perros.
Presiento la cercanía del cuervo
que calará con el pico los soportes de mi cama.
Uno intenta quedar sereno
ante las desfiguraciones que emanan de la soledad.
De pronto, aparece una Casa a punto del desplome.
Sentado sobre el techo, un niño le demanda al cielo
que su madre renuncie a buscar refugio en la despensa.
Ella no ha salido a ver las estrellas,
ni al vuelo del pájaro blanco
que puntual se posa sobre el horizonte.
El niño exige que al padre le sea devuelto el ojo y la mano.
Ojo para que lo vea de cerca y mano que le aplaque el espanto.
Siempre con la vista fija en las alturas,
las piernas balanceándose en el borde de la cornisa,
el niño anhela recobrar la carta del hermano caído en combate.
¿Que habrá escrito bajo el humo de los obuses? Se pregunta.
¿Cuál mensaje no logró trasmitir a los que aguardaban su llegada?
El niño no quiere ser la estatua de un héroe en la plazoleta de un parque,
y menos, morir con una carta apretada al pecho que nadie leerá.
UN TERRITORIO QUE OFRECER
La llevaré a esa tierra montada sobre el corcel
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