El Sacrificio poema en honor a Tarkovsky










A la memoria del cineasta Andrei Tarkovsky



Transita la noche.
El sabio se inclina ante la cruz. 
Su mujer duerme y no lo espera a que venga a su lado. 
La hija es una piedra 
sobre el amplio mapa de las hojas. 
El otro descendiente, enmudecido y pequeño, 
atraviesa las paredes y como un navegante 
busca el carrusel y la luna, 
que no son más que cirios encendidos en medio del mar.

El Sabio siente que la humanidad pronto sucumbirá,
que al amanecer, no estará sobre la tierra.
Que un rayo decapitará cada cabeza
y nadie tendrá la suerte de renovar sus cantos.

Hay Silencio en esa residencia, hay silencio y la nada.

Frente a la inmensidad lóbrega que se avecina,  
La duda lo cubre, lo transforma, lo hace imperceptible.
En esa noche hubiera querido la presencia de la hechicera 
que en un juego de ángeles 
lo hacia volar por las huellas de su pasado. 

El Sabio implora.
"Oh Dios que derribas los muros, 
y cuelgas al delator y al delatado en la misma soga.
Haz que no se derrame el exterminio que en las escrituras fue prometido.
Tú sabes mejor quien es el culpable 
y quien nació para preservar el verdor de los campos. 
Tú nunca mientes, quizás porque no hablas. 
Colocaste cuidadosamente los caminos que se debían transitar
Y soberbios nunca admitimos que existían.
Por ti he visto como se corrompe la vida 
en el fatuo albor de las ciudades.  
Supe la solidaridad en la celda, 
que es más que el oro y el diamante, 
que es más que puñal y revólver, 
que es más que la estatua cuyos ojos intimidan. 
El mensajero que nunca trajo una buena noticia 
 ahora me entrega las cartas del fin. 
Tú sólo sabes como detener el vuelo de los halcones metálicos,
y a la salida del sol, estemos frente a frente, 
fluyendo sin secretos, ni pavores 
sobre esta roca que gravita entre tus brazos.
Te entrego el arco y la flecha para que desgarres la carne. 
Te entrego el lanza llamas que haga cenizas el sagrado aposento. 
Quien mandes que corte mi cabeza que de nada ha servido.  
Quien invoques, que borre la poca luz 
que puede haber en mi memoria. 
Si estos ruegos no te sirven
Quemaré esta casa y todas las pertenencias. 
No tengo más. El árbol que hiciste nacer se va desnudo…"

No hay mejor momento para saldar una deuda que el amanecer.

A media mañana desde la ventana contempló a la familia en el jardín. 
Todos sentados alrededor de una mesita con humeantes tazas de café 
y ropas de fino hilo. 
Charlaban despreocupados acerca del equilibrio de los patinadores 
en el próximo torneo de invierno.
La madre, la hija, el médico
y la diva que entonaba con cadenciosa frivolidad  
la ópera de los gavilanes. 

Oh entrañable Pushkin,
que rápido olvida el hombre los bordes del precipicio.

El Sabio prendió fuego al velo  
que la hilandera hubo de bordar su nombre. 
Rápido las llamas se extendieron. 
Nadie lograba admitir que ceniza fuera el pergamino extendido en la pared. 
Ni el gramófono, las partituras sobre el piano y el extenso tratado
acerca de las mujeres en las islas, no existieran.

Encerrarlo, que desaparezca, siempre fue un desaforado 
que mereció el calvario en las estepas.
Vociferaba su familia mientras huía por la planicie.

Después del acontecimiento, el pequeño hijo iba al abedul que juntos sembraron.
No es mi tiempo,decía mientras lo regaba, apenas alcanzo a tocar las primeras ramas
Por un instante al fondo de la escudilla vio reflejado en el agua sus propios ojos.
Eran serenos como los de su padre.





















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