Hebra




HEBRA QUE SE DESHACE

a S.E. Avellano


Viajera que equivocas el destino final de una travesía.  
Que soñabas con recopilar historias secretas, 
dentro del mismo vórtice de la sed, la carne 
y los huesos míos y de otros. 
Que pretendías crear lenguaje cifrado 
para aquellos que nunca volverían a reír.
Si supieras que ese hombre que debiste amar, 
y nunca llegaste a conocer
cuando escribía  a media noche siempre esperaba 
a que derribaran a patadas su puerta. 


He perdurado frente a una pared gastada y húmeda. 
En un pasillo que no conduce a ningún sitio.
El que escribe jamás pensó que la vida fuera eso, una pared, 
donde no hay barcos anclados, 
ni puertos que reciban a ilustres viajeros, 
ni jardines donde ir a reposar, 
ni agua sagrada que limpie todos los rencores.
Una pared y un interminable pasillo, solo eso.

Una pared puede ser cómplice de los secretos de un hombre,
pero no lo salva.

Quien buena parte de su vida ha buscado la verdad  
cuando cree haberla encontrado 
comienza a maldecir el tiempo que se rindió a la mentira.

Si fuera el arquitecto construiría una bóveda para que el viento  
no disperse la imagen que aún guardo de ti, 
y los rayos del sol del impecable verano 
no enciendan la blancura de tu piel. 
Pero no sé poner ni si quiera un ladrillo en mi casa sitiada.
Mis bolsillos siempre han estado vacíos.
Soy la balandra que navega por el torrente de osamentas   
que expulsa la patria.  
No hay palabras en los diccionarios para ofrecer.
Ni potros en la claridad que cabalguen por las líneas de la mano.
He sido la cabeza que nadie quería mostrar.  
El dragón inservible que malgastó sus mejores días 
en busca de sexo y pereza. 
Quizás hasta llegué a ser uno de aquellos 
que arrancaban los dedos del prójimo convencido que eran espinas. 

Hurgo en los manuscritos para saber lo que ha quedado de mí.  
Reviso cada gesto, cada sonrisa. 
Trazo el mapa de las irreverencias por las cuales he sido condenado.
¿Dónde están las banderas prendidas en los pechos?
¿Dónde hallar aquellos rostros que tanto hicieron encanecer?

Añoro la tarde en que la encontré. 
Una plaza, el muro con sus piedras que resistían a la ventisca.
Fotografiabas la fortaleza por donde resuenan 
las suplicas de los que no querían morir.
Justo en la última vértebra de esa ciudad 
que todavía se hunde sin darnos cuenta.
Fue nuestro día, nuestro único día. 

En los malos sueños vislumbro los cuerpos 
poner rumbo hacia recónditos parajes.
Las manos atadas a otras ligaduras.
Registro los pasadizos de la memoria para encontrar 
al que se esforzó por hacerme creer 
que podíamos entrar en el palacio,  
y desde allí, empezar a entonar baladas incendiarias 
que hicieran demoler al que proclamaba ser eterno.
Espejismos, he vivido de malditos espejismos.
No volví a encontrar al conspirador 
y si estuvo frente a mí, no reconocí su rostro.

Sin darnos cuenta se desperdigó el saludo en la madrugada.
La comida frugal en 23 y 12 mientras recitábamos los poemas 
de quien los escribía bajo constante asecho. 
Irremediablemente se rememora,
 las noches tibias de un lejano campamento 
donde convivían un centenar de jóvenes que aspiraban a la redención.
El embalaje de los recuerdos pesa  
y un hombre se quebranta entre tantos laberintos, 
pero lo peor, es olvidar los días luminosos de nuestro pasado.

El cuerpo rendido sobre la blanca sábana se difumina 
pero ningún redentor lograra segar la primavera 
que hube de sembrar sobre aquellos pechos.
Los que enumeran los pasos 
acorralaron lo fecundo que llevaba.
En ese tiempo no traicioné 
al que vende flores por el apagado litoral.
Quise vivir sin capitular.
Aspiré a una casa tocada por las olas.
el teléfono descolgado 
para así no hablar con los demonios.
Puse cerrojos 
con el propósito de que los intrusos 
no perturbaran la hora en que dibujaba 
el fulgor que salía de tu vientre.

Dios guarda los besos que por primera vez nos dimos.
El sabe si fueron de amor, o si tú y yo 
éramos simulaciones.
El hace recordar que tenemos una deuda con el llanto, 
el tuyo, el mío, y el de los pueblos vencidos.
Dios, siempre en boca del que a veces duda.
El pone sobre la mesa los juguetes en orden. 
Nos consagra una linterna que ilumine  
lo que habita en cada palabra que nunca se dijo. 
Para El todos somos héroes. 
Los que creyeron en los naranjales que nunca dieron frutos.
Los que anhelaron oír las coplas de John
y fueron baleados mas allá de sus tierras.
Si lograra definir a quien invoco,
anunciaría que se iguala a la suave mirada 
cuando descalza y libre de ropaje vagabas por aquella playa.

Uno se imagina que el ocaso nunca llegara.
Que ninguna consigna nos podrá culpar 
por haber caminado bajo la lluvia, 
pero siempre hay alguien que nos culpa.
Creemos que el águila no arranca del pesebre al mesías, 
y por ahí va el que escribe salmos con la cabeza gacha.

En una fotografía contemplo los ojos de mi madre 
que se confunden con el brillo de los tuyos.
Toda amante puede ser la madre 
en el paraíso imaginario de cualquier hombre.
Por eso, quizás lo mejor sería creer que la vida sigue en armonía. 
Pensar que el falsificador no continúa seduciendo a las ancianas 
y el explorador no queda derrotado ante los escombros 
de una ciudad que flotaba en sus sueños.

Evadirse, fugarse de las sombras,
aunque alguien desde los castillos
se dé a la tarea de recopilar
hasta los más pequeños detalles. 
Continuar dentro del templo
aunque todo definitivamente haya concluido, 
y el diablo con sus señuelos
se siente en un parque de diversiones  
a deslumbrar a los últimos inocentes.

Conservo el cristal que hizo creer que éramos poderosos. 
Aún distingo al amigo que pernocta en esas casas 
donde los moradores no lloran ni ríen 
sino que aguardan la salida a otra latitud que los redima. 

Quien se resigna a las despedidas nunca le aflora una sonrisa.

Espero con las ventanas abiertas
que entre el viento del bien 
que dicen los crédulos que aún existe.
Bajo la poca luz logran crecer los retoños 
que con el tiempo nos darán sombra.
La vida corre por una pista llena de vallas.
Y uno se vuelve un ciego
que no sabe a dónde irá a parar.
Hay un trazo en la esencia de los amantes 
que no desaparece. 
Renace, tropieza, se alza.

Qué dirán los hijos de las rutas que decidimos emprender.
Qué pensarán de las madrugadas
con la muchacha tatuada por la codicia.
Qué insulto hará el que aguarda en la sepultura 
la publicación de su mejor libro.

Hemos vividos en la marcha, hubo mucho que se apagó. 
El gotear de los años devora y nos convierte en otros.

Cuando estaba convencido
de que la mejor forma de sobrevivir 
era escribir y pintar,
día tras día, noche tras noche,
sin viajes a los rascacielos,
ni felices saludos desde las tribunas.
El gran celador decretó que eso no bastaba.  
Que las cicatrices halladas en el madero 
carecían de las apropiadas alabanzas,
que los versos finales instigaban a una rebelión.
Que mi vida, nuestra vida, 
podían lastimar la sublime existencia del soberano.
Y fue así que entramos en el juego
consistente en olvidar y sonreír,
sonreír y aplaudir,
aplaudir y de nuevo olvidar.

Quien comprende aquellos tiempos 
sabe el disfraz que hubo que ostentar.

He lavado las manchas de mi pueblo una y mil veces
y a la memoria siguen adheridas. 
Heme aquí atrapado a otras trampas, 
donde es difícil suprimir
el movimiento ondulante del ahorcado 
que dejó en los bolsillos
un testamento para los hombres que no han nacido.

Nunca se logra olvidar a los que perdieron los mejores años 
entre mesas y cartas ministeriales.
Imposible haber caminado entre las cuerdas del ring 
sin derramar una gota de sangre.  
El golpe del puño duele 
y no se puede brindar una imagen serena
ni cruzar las grandes avenidas 
con un obediente sí en los labios.

Vi capitular la libertad con mucha alegría 
en la nación que me hizo hombre. 
Oí con fuerza 
el llanto de los que fueron obligados a guardar silencio.

Hay muertos que no se van, amor mío, 
aunque borren sus nombres de las eternas lápidas.
Siempre habrá una cicatriz detrás de una máscara.

El circo del horror vuelve a descorrer las cortinas.
Y hay un moribundo que aprieta maldiciones
para no ahuyentar la poca brisa que entra por la ventana.
Hay un hombre entristecido
que obligaron a no dar testimonio 
lo que provocaba su tristeza.

Todo llega a ser un espectáculo 
donde la muchacha que un día confesó sentirse sin protección
toma asiento en el trono de un anciano poderoso
para desde allí sentirse sin miedo
ni recuerdos que encadenen su rostro.
En pesadillas pasadas y presentes he conocido serviles criaturas
que beben y comen sobre los calcinados huesos.
Beben y comen en el banquete 
cuya mesa yace cercenada la cabeza de nuestra historia.

Perdona Señor,
el comportamiento ilusorio de sus amantes.
Perdona Señor,
las piscinas construidas con la carne del hijo amado.
Perdona Señor,
los autos blancos que persiguen
al que dibuja los campos libres de maldades.
Perdona Señor a todos,
pero has que no olvidemos.

Camino con los santos en busca del brebaje 
que impida enmascararnos. 
Riego en la parcela que me han dejado tener 
las pocas semillas que han quedado.

Tengo fe en un porvenir 
sin el hedor de los tiempos de la ofensa. 
Tengo fe que la pesadumbre se disperse 
cuando el canario enaltezca su trino
 y se haga libre como soñábamos que fuera. 
Tengo fe en el amor a tus ojos 
cuando la noche estuvo a punto de ahogarnos. 
Tengo fe en la tempestad que se aleja 
y los pocos versos no  se ahogen en el silencio. 

Quiero ser un hombre, 
no cifra de delirantes titulares. 
Quiero encontrar en cada sitio  
la última gota que pone la lluvia 
y la hace océano para navegar  
sin continuar prisionero de la mala suerte.

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